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Tribuna
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Marruecos sin Hassan

Si bien enfermo, nadie imaginaba que la muerte acechase tan de cerca al rey Hassan II, y mucho menos ese Marruecos que, como él mismo afirmó en 1962, cuando se aprobó la primera Constitución del reino, había "construido con sus propias manos". Y es que la historia del Marruecos independiente y moderno ha estado estrechamente unida a la personalidad y al carisma de Hassan II.Como el de todos los gobernantes nacionalistas poscoloniales, su régimen fue patriarcal y patrimonial, al que, en este caso, se añadía una gran dosis de legado islámico tradicional y una legitimidad política que provenía de la ascendencia profética del linaje del soberano.

En su condición de Amir al Mu"minin (comendador de los creyentes) ejerció una autoridad inmanente que fascinaba, y por tanto dominaba, al pueblo. Quizás fue por esa conjunción entre monarquía e islam por la que el Gobierno autoritario de Hassan II acumuló hasta los años noventa grandes críticas en el mundo europeo, que no cosechaban con la misma inquina otros Gobiernos poscoloniales de fachada más "moderna", republicana y socialista, aunque tan merecedores, o más, de dichas críticas.

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En realidad, el legado que deja el rey Hassan II es tan trascendental como complejo: una despreocupación por el desarrollo socioeducativo de los marroquíes que les coloca hoy día entre los índices de analfabetismo más altos del mundo árabe y una particular forma de hacer política que arrancó con "mano de hierro" y se fue atemperando a medida que el sistema que había moldeado personalmente entraba en aguda crisis.

Así, permitió el pluripartidismo, pero mantuvo durante décadas a los partidos de oposición al margen del Gobierno, reprimiéndolos en los "años de plomo", llamándolos después a formar parte del consenso nacional cuando la cuestión del Sáhara lo exigió, para, finalmente, en 1993, iniciar un acercamiento que preparase la alternancia por primera vez en la historia de Marruecos y, justo es decirlo, de todo el mundo árabe que le rodea, a la vez que se mejoraba notablemente el marco jurídico y de los derechos humanos en este país.

Su personal forma de gobernar combinó una intensa vigilancia hacia un Ejército que, hasta que se embarcó intensivamente en la guerra del Sáhara, trató en diversas ocasiones de imponer por la fuerza la fórmula republicana, con una dedicación exclusiva y personal de la política exterior en la que se desenvolvió con maestría articulando su liderazgo islámico y su ubicación en el eje pro-occidental, lo que le valió, por ejemplo, desempeñar un importante papel en el conflicto árabe-israelí y lograr una relación especial bilateral con Europa y los EEUU, más allá del marco magrebí, árabe o euro-mediterráneo. Además de ejercer una gran influencia en el área subsahariana occidental, de gran importancia geopolítica para Marruecos.

El tercer ámbito, siempre directamente controlado por el monarca y eje sustantivo de su legitimidad, fue el del islam, cuyo uso político monopolizó subyugando a los ulemas y controlando su discurso (funcionarización de imames, control de mezquitas y de los establecimientos de formación islámica...), potenciando el islam popular de las cofradías en teoría apolítico, neutralizando el islam nacionalista del partido Istiqlal y negando, a la vez que reprimiendo, la existencia del islamismo marroquí. Todos estos elementos, claves en el Gobierno de HassanII, derivan de factores carismáticos y personales que no necesariamente han de reproducirse de manera idéntica en su sucesor, y de ahí que la concentración de poder en modelos políticos dinásticos lleve intrínsecamente un nivel grande de imprevisión. Esa falta de certeza en la transmisión del poder puede significar, en el estadio actual de Marruecos, el inicio de una nueva era en la que se afiance la transición política liberal iniciada en 1998 e incluso una modernización del modelo monárquico de la mano de su sucesor, aunque quizás no falten los intentos de regresión por parte de sectores de un viejo régimen aún muy presente en la realidad política marroquí. Pero hay que reconocer que entre las frecuentes paradojas que nos depara la historia se cuenta el hecho de que, en el periodo actual, el monarca marroquí, con el peso de su carisma y su autoridad, era el garante y árbitro de dicha transición democratizadora que inició con la intención de dejar a su sucesor un sistema político estabilizado y que, sin embargo, no ha contado con el tiempo suficiente para consolidar.

En febrero de 1998, el rey encargó al dirigente socialista Abderramán Yussufi formar Gobierno por representar al partido más votado en la Cámara baja marroquí, pero sin que el diseño electoral de las legislativas de 1997 le hubiese concedido la mayoría absoluta, de manera que la alternancia se expresó como una clara voluntad de cambio por parte del monarca. Yussufi formó un Gobierno de alternancia consensuada que integró a diversas formaciones políticas más cuatro ministerios cuyos titulares fueron decididos por la soberanía real. Dada esta fragmentación, las resistencias internas del viejo Estado son aún muchas, y las dificultades del Gobierno, también, sobre todo las de llevar adelante un programa socioeconómico que supere la enorme crisis que heredó y transmita credibilidad a los ciudadanos.

Es ahí donde se encuentra el verdadero desafío, y no en las capacidades de acción de la tan mediatizada oposición islamista, que en Marruecos nunca ha sido insurreccionista y que, además, la propia transición ha comenzado a integrar, si bien en dosis homeopáticas que en un futuro tendrá que incrementar.

Los apoyos externos al nuevo Gobierno marroquí han sido asimismo múltiples, y, desde luego, Marruecos, en ese sentido, no se encuentra aislado, sino bien arropado.

Otra cuestión que el soberano hoy desaparecido no ha podido cerrar ha sido la del Sáhara. Pero su resolución tampoco es inminente, por lo que el régimen no tiene que afrontar en este momento de tránsito las inevitables y lógicas transformaciones que se producirán en el seno de un Ejército que dejará de estar estrechamente ocupado en un largo e intenso conflicto militar.

Por todo ello, habría que pensar que Marruecos inicia ahora una nueva etapa que, aunque heredera de la anterior, cuenta con los elementos suficientes para poder llevar a cabo las urgentes reformas institucionales que el país necesita para su estabilidad y desarrollo.

Gema Martín Muñoz es profesora de Sociología del Mundo Árabe e Islámico de la UAM.

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