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Tribuna
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HAL-9000 viste de luto

Stanley Kubrick formó parte del flujo desviante de Hollywood -como lo fueron antes Chaplin, Orson Welles o John Huston-, rebelde ante una industria demasiado convencional y, como los cineastas citados, acabó sus días en el exilio británico. Pero antes de esta fuga había dado una lección a los estudios de Hollywood acerca de cómo podían reutilizarse, con una mirada profundamenta autoral y original, los géneros más clásicos del cine: el de gánsteres (Atraco perfecto), el bélico (Senderos de gloria), el de romanos (Espartaco), la ciencia-ficción (2001: una odisea del espacio), etcétera. Su capacidad de transgresión le llevó a anunciar en las portadas de Espartaco el nombre prohibido de su guionista, Dalton Trumbo, cuando era todavía un emboscado de la persecución del senador McCarthy. Y se atrevió a llevar a la pantalla una novela tabú, Lolita, de Nabokov, aunque tuvo que elevar dos años la edad de la protagonista, Sue Lyon. Mientras que, tras la explosiva sátira de política-ficción ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú -en la que la guerra fría acababa en guerra caliente-, Senderos de gloria constituyó tal vez el más violento manifiesto antibelicista producido jamás por Hollywood. Por esta razón tardó tanto tiempo en llegar hasta nuestros cines tras la muerte de Franco.Fue una verdadera caja de sorpresas. Cuando alcanzó la cima de su prestigio con 2001, que colocó a la ciencia-ficción espacial en sintonía con la psicodelia del siglo y con un neodarwinismo heterodoxo contaminado por Teilhard de Chardin, pareció que no podía ir más allá en sus malabarismos. Pero sorprendió a todo el mundo con el bombazo de La naranja mecánica, basada en la novela de Anthony Burgess y que inauguró la ultraviolence en un cine que había tirado por la ventana el legado censor de Will Hays.

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Formado como reportero fotográfico, su control personal de la técnica era apabullante, de un perfeccionismo compulsivo y neurótico, que le hermanaba en este punto a sus compulsivos protagonistas. Atraco perfecto deslumbró por su sabia construcción unanimista y acronológica. 2001 fue el primer filme en el que las estrellas no eran los actores, sino los efectos especiales. Barry Lyndon se rodó enteramente con luz natural, de velas, de aceite o de sol, para reproducir con precisión el ambiente de la época dieciochesca descrita por Thackeray. Y El resplandor ha pasado a la historia por su utilización virtuosa del steadycam en los pasillos de un castillo y de un laberinto vegetal. Su perfeccionismo llegaba hasta el control personal del doblaje de sus versiones (varias de ellas fueron dirigidas por Carlos Saura, designado expresamente por él), aunque no conociera bien el idioma a las que se traducían.

El valor de un cineasta puede medirse por su voluntad de perfección, por su rigor formal. Pero también por la huella que lega a la cultura de masas de su tiempo. Kubrick será recordado incluso por los más desmemoriados, porque con la ayuda de Arthur Clarke parió a HAL-9000, el terrible computador de emociones y voz suave que se sublevaba contra los cosmonautas de 2001. HAL-9000 es ya un fetiche y un icono de este siglo que se acaba. Sólo que ahora viste de luto.

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