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Grupos armados se apoderan de la ayuda en Colombia pese al despliegue militar

Juan Jesús Aznárez

El presidente de Colombia, Andrés Pastrana, militarizó Armenia y otras ciudades castigadas por el terremoto del lunes y aceleró a marchas forzadas la entrega de víveres a sus víctimas. Pastrana tuvo que intervenir porque el hambre de tres días, la especulación y la ineptitud de los delegados gubernamentales establecieron el caos y la furia en barrios y calles sepultadas por montañas de escombros.

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Encapuchados o a cara descubierta, desconocidos con escopetas y machetes salieron ayer al paso de convoyes procedentes del aeropuerto y se apoderaron de las cargas de auxilios. Otras víctimas, también imparables y rabiosas, habían asaltado antes supermercados, tiendas y almacenes de acopio, y ni los tiros les arredraban.

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Ausente la solidaridad, los más miserables atracaron a sus propios vecinos, y 70 presos fugados de la prisión de Calarcá sembraron el terror con armas de fuego, sin respetar ni propiedades ni personas. Dispararon contra centinelas y policías, reventaron comercios y joyerías, y campaban a sus anchas al amparo de la confusión.El presidente colombiano, Andrés Pastrana, se instaló en Pereira, distante 45 minutos de Armenia, para enmendar una situación que se le fue de las manos. Unos 2.000 soldados y 700 policías patrullan ahora por ciudades destruidas, cuyas poblaciones están convencidas de que nuevamente, esta vez otro gobierno, las estafa. Definitivamente, Colombia está acostumbrada a tragedias con muertos pero no con supervivientes.

Alberto Londoño es uno de ellos. Tiene 31 años, mujer y dos hijos pequeños y fue uno de los cientos de damnificados que participaron en los asaltos. Después clamaban al cielo bajo plásticos y aguaceros bíblicos lamentando que el desamparo oficial, la desorganización, les hubiera llevado al pillaje. "Religiosamente se lo digo señor: he robado por primera vez en mi vida. Me dediqué todo el día a robar para poder comer", dice Londoño, campesino de latifundio hasta entonces sin tacha. Este enviado asistió al desarrollo de uno de los asaltos y allí conoció al airado habitante de Gaitán, barriada marginal de Armenia donde marihuaneros y juveniles esnifadores de pegamento conviven con labriegos de cafetal, con saqueadores honrados. Gana 15.000 pesetas al mes; los diputados nacionales más de un millón de pesetas, y en un tremendo alarde de generosidad donaron un día de ese sueldo a sus compatriotas en desgracia.

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Armenia y Calarcá entraron en ebullición a primeras horas de la tarde del miércoles, cuando las emisoras de radio emitían partes dando cuenta de las cuantiosas ayudas internacionales recibidas por Colombia, destacando complacidas que hasta el alcalde de Nueva York había colaborado. Ateridos, con el estómago vacío y sus casas agrietadas o amenazando ruina, escuchaban, sublevados, que toneladas de alimentos, medicinas, mantas y tiendas de campañas despachadas por Tokio, Madrid, México o Berlín se amontonaban en las terminales aeroportuarias, y el intenso tráfico aéreo era en su provecho. Pero nada les llegaba. "Aquí nadie vino. Mire, mire cómo estamos. Se lo están robando todo", protestaba una madre.

Alberto Londoño se sumó ayer a la turba hacia las cuatro y media. Los más desesperados del batallón que embistió contra Novedades Picaflor y Joyería y Plateria Tissot rompieron sus puertas a empellones y patadas. Desprendidos por la irrupción en tromba, cristales de punta y cascotes de una edificación tambaleante cayeron sobre cientos de personas y fue un auténtico milagro que ninguno pereciera degollado. Entraban disparados y salían del mismo modo, acompañados por el estruendo de las mercancías cayendo sobre el suelo, por el crujido de vidrios y planchas de madera aplastadas a pisotones, por las pedradas contra los escudos de la barrera de 30 policías apostada en una bocacalle próxima.

"¡Que alguien vigile!", pedían los atacantes. "Son unos vándalos", protestaba un espectador. Mujeres, hombres y hasta niños arramblaron con todo: zapatos, bebidas, pan, cables, baratijas. "¡No me sirven!, ¡Son todos del pie izquierdo!", protestaba un saqueador.

La policía, incapaz de impedir lo ocurrido porque nadie ordenó a los agentes que adoptaran medidas de prevención, intervino cuando escapaba el último ladrón, receptor de un estacazo de reglamento en el lomo que lo dejó baldado. "Hubiera sido más trágico emplear armas de fuego", justificó el sargento primero Guerrero.

El más dichoso entre los forzados depredadores huía al trote con la caja registradora en brazos, tratando de evitar que alguien pisara los cables y le derribara con el botín.

En otras calles de Armenia, otros grupos rompían los candados y puertas de los almacenes de comida. Las que aguantaban los primeros golpes eran derribadas con vigas y escombros utilizadas como arietes, todos a una. "¡Tenemos hambre!", gritaban.

"¡Se cae, se cae el edificio!", avisaba de vez en cuando alguien desde dentro. Saqueadores y policía, comedida en represión, se replegaban entonces para volver a la carga en cuestión de segundos. "Yo sólo he robado comida. Que Dios me castigue", dijo después Alberto Londoño.

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