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Perdón y memoria

La dimensión simbólica propia de toda acción política se ha teñido en las dos últimas décadas de una fuerte coloración moral. Como contrapartida a la inmoralidad y a la corrupción de la vida pública, a la codicia y a la exclusión en los comportamientos privados y sociales, han irrumpido con vigor los temas de la cohesión, la solidaridad, la transparencia, el pecado, el arrepentimiento, el perdón. Que debían contribuir, y en ocasiones contribuyen, a reforzar los contenidos éticos de la conciencia colectiva. Pero que, en otras, dan lugar, de la mano de autoproclamados gestores de la moral pública, a deslumbrantes prácticas de cinismo: el señor Soros, líder indiscutible de la especulación financiera mundial, proponiéndonos un modelo virtuoso para el mercado del dinero y promoviendo acciones múltiples de solidaridad; el señor Michael Salman, defendiendo en nombre de la Fundación Nobel, a la que debemos los premios de la Paz, sus inversiones en empresas de armamento que comercian con países que violan los derechos humanos, y Estados Unidos, campeón de la democracia, negándose a suscribir los acuerdos de protección a los derechos del niño, de eliminación de las formas de discriminación de la mujer, de protección al medio ambiente, de prohibición de las minas antipersonas, oponiéndose a la existencia del Tribunal Penal Internacional y al derecho humano al desarrollo, creando últimamente un centro de alerta contra el genocidio encomendado al Departamento de Estado y a la CIA cuando acaba de oficializarse la contribución de ésta al genocidio de Pinochet.Amitai Elzioni nos recordaba este año -Repentance, A comparative perspective, 1998- a propósito de la moda del perdón, que éste no cabe sin el arrepentimiento, y que el arrepentirse, para ser efectivo, tiene que inscribirse en la sociedad y entramarse en la memoria. Los años noventa han sido muy pródigos en peticiones de perdón. Los grandes poderes públicos y religiosos se han sometido a ese ejercicio -Estados Unidos, Alemania, Japón, Francia, el Vaticano, los episcopados de diversos países, etcétera-, y a ellos se han sumado en este año los actores económicos representados por la banca suiza y la industria alemana. Lo que, a mi juicio, es un dato positivo. Pero ¿qué quiere decir pedir perdón? Cuando menos, reconocer que se obró mal en relación con alguien y/o con algo, y que esos algo y alguien a quien se ofendió-agredió tenían razón y merecen resarcimiento.

Las transiciones democráticas otorgan un perfil propio al tema del perdón desde la perspectiva de la reconciliación. Más allá de las peripecias personales, obviamente distintas en aquellos procesos en los que los líderes de las autocracias pasan a serlo de las democracias -Rusia, España, etcétera-, de aquellos en los que el nuevo régimen lo gobiernan los demócratas -República Checa, Portugal, etcétera-, lo decisivo es la creación de una voluntad pública y común en torno de los derechos humanos y de los valores democráticos. Por ello es inadmisible la frecuente confusión a propósito del perdón y la reconciliación. Se perdona a las personas, no a las ideas, pues de lo que se trata es de aunar a las primeras en torno de los principios de la democracia. La reconciliación española de 1977, la ley chilena de punto final, significan perdonar la deuda con la democracia de quienes la combatieron pretendiendo acabar con sus defensores, pero en absoluto de nivelar sus valores y sus símbolos con los de la dictadura y la autocracia. La cuestión capital hoy en Chile es saber si el pueblo chileno está dispuesto a identificarse con los derechos humanos, asumiendo sin ambages su memoria histórica. Y en ese punto nosotros, desde nuestra sepultada memoria democrática, pocas lecciones podemos dar. Muchas ciudades españolas siguen celebrando los muertos de un solo bando, y Madrid tiene el triste privilegio de poseer la única calle en el mundo dedicada a enaltecer la figura del prefascista francés Carlos (Charles) Maurras. ¿Por cuánto tiempo todavía?

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