Buscadores de oro génico
La carrera feroz de tres científicos en el más caro proyecto biológico de la historia
Al menos desde tiempos de Newton y Leibniz, los científicos están acostumbrados a mantener encarnizadas carreras, no siempre caracterizadas por la más estricta limpieza, para figurar en el primer puesto de los grandes descubrimientos de su época. Hasta ahora se trataba de una mera cuestión de prioridad y orgullo intelectual. Con el genoma humano, unas inversiones cercanas al medio billón de pesetas y unos beneficios futuros de incalculable magnitud han venido a completar la lista de incentivos.Averiguar el juego completo de instrucciones para construir una persona -no otra cosa es el genoma humano- constituye en sí mismo un desafío científico apasionante. Pero las enormes posibilidades que esos datos abren para la industria farmacéutica han convertido el proyecto en una especie de prueba para tiburones que en poco recuerda a los despaciosos y meditabundos modos académicos que la mitología popular adjudica a los sabios.
Hay notables diferencias de estilo entre los contendientes. El Proyecto Genoma Humano oficial, por así llamarlo, cuyo primer director fue el codescubridor del ADN James Watson, pone todos sus datos a disposición de la comunidad científica internacional. Este equipo preveía acabar el trabajo en el 2005, pero ahora no descarta que las nuevas técnicas en permanente desarrollo puedan imprimirle un acelerón. Sus resultados serán de mayor calidad que los de sus competidores, y también mucho más caros: su presupuesto total, dependiente de los Institutos Nacionales de la Salud estadounidenses, asciende a 3.000 millones de dólares (cerca de 450.000 millones de pesetas, una cifra comparable al agujero del antiguo Banesto).
Pero de ese gran proyecto matriz se han escindido, en compleja secuencia de conciertos y discordias, dos científicos que han constituido dos nuevos megaproyectos privados que ahora aspiran a ganar la carrera más costosa de la historia de la biología.
Uno de ellos es William Haseltine, un antiguo profesor de la Escuela Médica de Harvard (Boston, EE UU) que ahora dirige la megalítica y agresiva firma Human Genome Sciences, apoyada por el gigante farmacéutico SmithKline Beecham. Haseltine no publica jamás ninguno de sus resultados, obtenidos mediante atajos técnicos, y sus objetivos son estrictamente comerciales.
La tercera vía está representada por Craig Venter, director del Instituto para la Investigación Genómica, financiado por la multinacional Parkin-Elmer. Este centro hace públicos sus resultados cada tres meses, pero tiene intención de patentar unos cuantos centenares de genes humanos para su explotación farmacológica, y cobra una tarifa a quienes quieran acceder a sus bases de datos.
Estas dos firmas utilizan métodos más rápidos que los del proyecto oficial, caracterizados por una menor exactitud -un problema de escasa entidad cuando el objetivo es obtener fármacos- y también mucho más baratos: sus presupuestos no pasan de unos pocos centenares de millones de dólares (menos de 40.000 millones de pesetas).
Los científicos financiados por empresas privadas argumentan que las patentes de genes humanos son imprescindibles para rentabilizar esas fuertes inversiones. La idea de registrar en la oficina de patentes un trozo de cuerpo humano puede resultar chocante por el momento. Pero los genes de nuestra especie son, entre otras muchas cosas, una pieza absolutamente crucial para el futuro inmediato de la medicina. El viejo y venerable hábito de curar enfermedades es ya un apartado más del mundo de las grandes finanzas.
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