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Tribuna
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Más allá del miedo

Ariel Dorfman

Siento miedo.No es, por cierto, lo primero que siento. Antes viene el júbilo al saber que el general Pinochet seguirá preso, que los Lores han decidido que procede su extradición a España. Pero tengo que reconocer que enseguida, debajo de mi inmensa alegría por esta victoria de la especie humana -victoria de todos los habitantes del planeta, victoria contra la impunidad, victoria de los muertos que no han permitido que los olvidemos-, en medio de mi celebración, me sube, quién sabe desde dónde, este miedo inexplicable.

No me gusta este miedo que me asedia tan de repente, que no me deja gozar en forma pura e inocente esta derrota de los dictadores del mundo. Y sin embargo me aferro al miedo porque intuyo que sirve para comprender el futuro de mi país, del país que desafortunadamente comparto con el general Pinochet. Tal vez sea este temor sorprendente lo que me ayude a descifrar los desafíos que esperan a Chile. Puesto que, finalmente, la verdad sea dicha, lo que a Pinochet le pase me importa un carajo. Lo que sí me preocupa son los otros quince millones de chilenos que vamos a tener que enfrentar la herencia enmarañada del dictador. Sea que lo juzguen en España, sea que los británicos lo devuelvan a Chile por indeseable, somos nosotros los que tenemos que enfrentar su presencia obsesiva en nuestra vida y nuestra historia, somos nosotros quienes debemos aprovechar su detención para completar, de una vez, la transición que él ha bloqueado, llevar a cabo la reconciliación nacional que él frena e imposibilita.

Y es ahí donde entra a tallar el miedo como abismo y protagonista, un miedo que todos los chilenos sentimos, aunque de una manera radicalmente diferente según seamos partidarios o adversarios del general Pinochet.

Acabo de estar en Chile para una larga visita y, hablando con centenares de mis compatriotas, pude comprobar que, como lo indican las encuestas, una gran mayoría estaba a favor de que al dictador se lo juzgara. Preferiblemente en Chile, pero en último término donde fuera, con tal de que tuviera que encarar sus crímenes. Siempre que tal juicio no significara, agregaban con casi unánime rapidez, abrir las puertas a otra dictadura, volver al pasado en que chilenos se enfrentaban con chilenos en forma violenta. Vi el temor asomar en sus gestos, en el modo en que encogían los hombros, la prueba de que los ocho años de democracia no han borrado de la memoria el sufrimiento traumático que la gran mayoría de la población vivió durante los diecisiete años de Pinochet. La prueba de que el golpe no ha terminado. Sigue sucediendo detrás de los ojos de tantos chilenos que me dijeron, una y otra vez, cada vez que hablé con ellos: Es que usted no sabe cómo fue eso... Hemos sufrido tanto... A mi cuñada la violaron, a mi mejor amigo lo tomaron preso y me lo devolvieron hecho pedazos... Y a mí, a mí me... Es que usted no puede saber cómo fue eso.

Y siempre la sospecha, como una llaga viva, de que pueden volver los oscuros tiempos de la censura y la muerte. La sospecha alimentada cuidadosamente, sin duda, por una campaña de terror de la derecha pinochetista.

Una pequeña anécdota. Visité Isla Negra, para mostrarles la casa de Pablo Neruda a un grupo de escritores australianos y surafricanos a los que, junto con Antonio Skármeta, habíamos convidado a conocer el país. Nos pusimos a conversar con unos escolares, niños entre ocho y diez años, quienes, ante nuestro asombro, no sabían el significado de la palabra dictadura. ¿Cómo no van a saber esa palabra? No, no sabemos. Y la profesora, después de una cautelosa conversación, después de entrar en confianza, después de contar lo mal que lo pasaron ("Es que usted no sabe lo terrible que fue..."), confesó que si ella le enseña esa palabra a los pequeños, sus padres -no obstante ser opositores de Pinochet- rayarían el cuaderno con una gruesa lapicera roja, protestarían porque a sus niños se les está enseñando política en la escuela.

Las consecuencias y resabios y residuos de esa dictadura que los niños no pueden nombrar, que los padres no quieren nombrar, sigue envenenando el Chile de la transición. Entiendo ese veneno porque es el que me llena ahora, el que me llenó hace un par de semanas cuando se me informó una noche en Santiago, de muy buena fuente, que el Ejército estaba acuartelado, que el general Izurieta (que había sucedido a Pinochet en el mando) había perdido el control de la situación, que había una atmósfera de pregolpe. Una contracción de pánico en el estómago me paralizó, me gritaba que tuviera cuidado, que buscara dónde refugiarme, mi piel me decía que todo era posible, todo era precario.

Era un miedo irracional que rápidamente se desvaneció ante la frialdad de los hechos y los análisis. Un levantamiento militar era impensable, no había condiciones para nada parecido. Y lo mismo pienso ahora que el general Pinochet tendrá que comparecer por primera vez en su vida ante un tribunal para escuchar los crímenes que se le imputan. El país es lo suficientemente maduro, la democracia tiene estabilidad, como para pasar por esta prueba. Pero si yo no puedo evitar ese temor -yo que vivo en el extranjero, que estoy protegido por mis escritos y mis contactos-, cómo estarán reaccionando mis compatriotas en Chile hoy, qué resquemores escondidos no se agitarán secretamente debajo de la sonrisa satisfecha que sin duda amanece con esta noticia.

Claro que mi miedo y el miedo de los chilenos que fueron víctimas de Pinochet no es el único miedo que existe en Chile. Hay otro, uno diferente, un temor mucho más peligroso, más difícil de disolver...

El último día que estuve de visita en mi país viajé en un taxi, conducido por una dama flaquita y entrada en años que escuchaba atentamente la radio. Estaban entrevistando a Carmen Hertz, encargada de Asuntos Jurídicos Internacionales en la Cancillería chilena, ella que acababa de renunciar a su puesto para hacerse parte en el juicio contra Pinochet como viuda de Carlos Berger, un amigo mío desaparecido al que se lo había fusilado en 1973 en Calama en lo que se llamó la Caravana de la Muerte. Durante quince minutos, la mujer que conducía y yo, el pasajero, pudimos oír el testimonio de Carmen, su certeza, como la de tantos familiares de desaparecidos, de que era necesario saber la verdad y conseguir una medida mínima de justicia antes de que Chile pudiera vivir en paz.

De pronto, hubo una llamada de una radioescucha. Ella dijo que la culpa de todo esto no la tenía Pinochet, sino Allende. Era esencial enfatizar que era Allende el que había comenzado el terror y Pinochet el que había salvado el país al dar el golpe de 1973: a ella y a su padre, los allendistas les habían expropiado una propiedad y de esa violación a sus derechos humanos nadie se acordaba.

Carmen Hertz y la entrevistadora reaccionaron frente a esta intervención analizando la diferencia entre una amenaza contra la propiedad y contra un cuerpo Pasa a la página siguiente Viene de la página anterior humano, la diferencia entre expropiar una fábrica y meterle a un ser humano ratas por el ano y luego colgarlo de sus pulgares y después desaparecerlo sin jamás avisar a la familia de su paradero. Mientras ellas hacían esa necesaria diferenciación, yo pensé que para la mujer que llamaba esas distinciones eran irrelevantes. Ella había vivido en forma traumática el intento de Allende de quitarle su propiedad familiar, como un asalto a su identidad más íntima -y todo lo que se le hiciera a sus perseguidores bárbaros era poco-. Ella se sentía la víctima y Pinochet la había rescatado, el Tata, el Padre que le había devuelto la existencia. ¿Cómo llegar a ella, a esa mujer que celebró cada sufrimiento nuestro durante diecisiete años? ¿A esa mujer que descorchó una botella de champaña cuando murió Allende? ¿A esa mujer que está carcomida por un miedo que, por muy subjetivo y mezquino que sea, no es para ella menos verdadero que el nuestro, con nuestros múltiples muertos y torturados y exiliados? ¿Cómo dialogar con ella y con ese tercio de la población chilena que, como ella, siente que nosotros somos sus enemigos y que, si tuviéramos la oportunidad, volveríamos a quitarle su propiedad, los mataríamos a mansalva? ¿Cómo vencer el odio ciego de esa mujer, su incapacidad para entender otro padecimiento que el propio? ¿Cómo dialogar con ella ahora que su héroe está preso y ella siente que tambalea su mundo y tiene ganas de que vuelvan los militares para que entendamos que esta guerra la ganaron ellos?

Ésta es la mínima, minuciosa historia del Chile actual: sin que jamás nos hayamos entrecruzado, ella me tiene miedo a mí y yo le tengo miedo a ella.

Y no sé cómo resolver el abismo que nos separa. Con Pinochet preso o con Pinochet libre, no sé cómo compartir un país con ella.

Pero no quiero terminar así esta historia de miedo.

Antes de bajarme del taxi, ese día en Santiago, le pregunto a la dama que conduce qué hace si algún pasajero se queja del programa que está escuchando, uno de los pocos programas en Chile que da lugar para que las víctimas de Pinochet puedan dar rienda suelta a su dolor, expresar sus opiniones.

Me mira por le retrovisor.

-Si no les gusta el programa -me dice-, entonces disminuyo el volumen. Pero yo lo sigo escuchando.

-¿Y si le piden que saque el programa? -insisto.

La dama se da vuelta para mirarme. Directamente. Sin retrovisor.

-No les hago caso.

-¿Y nunca ha tenido que sacar un programa que usted quiere escuchar? Por miedo, digamos.

-Nunca. Yo estoy en mi taxi. Si no les gusta, que se bajen. ¿Por qué voy a tener miedo?

Y ahora, dos semanas más tarde, dejo que el recuerdo de esa dama esmirriada que conducía ese taxi me invada, me desaparezca el temor, me permita festejar con felicidad de niño chico la alegría que siento al pensar en el momento en que a Pinochet le avisaron que no iba a poder escaparse de su destino, que iba a tener que enfrentar el destino que él mismo se forjó, los fantasma de los muertos que él mandó matar.

De eso me acuerdo ahora: de la tranquilidad con que esa vieja mujer taxista estacionó su auto para que yo descendiera, la mano de ella que no temblaba al subir el volumen de la radio, más fuerte, más firme, para que ella y todos sus pasajeros pudieran seguir escuchando la historia del pasado de un Chile que muchos de sus compatriotas todavía no quieren admitir en toda su plenitud, la historia que necesitamos escuchar si vamos a ser de veras libres, si vamos a vencer nuestro miedo.

Ariel Dorfman es escritor chileno. Su último libro, Rumbo al Sur, deseando el Norte, es una memoria acerca de cómo el autor sobrevivió al golpe de Pinochet.

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