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EL 'CASO LEWINSKY'

El fiscal Starr abre el debate sobre la destitución en el momento de mayor debilidad presidencial

Bill Clinton podría haber dicho el pasado mes de enero: "Sí. ¿Y qué? Se trata de un asunto entre mi mujer, a la que ya le he pedido perdón, y yo. Así que voy a seguir haciendo mi trabajo". O incluso podía haber dicho: "Sin comentarios". Pero no dijo ninguna de las dos cosas. Puso sus dotes de gran actor y comunicador de masas al servicio de una mirada directa a las cámaras de televisión y una frase dirigida a todo el pueblo norteamericano: "No he tenido ninguna relación sexual con esa mujer, la señorita Lewinsky". Y ahí empezó a cavarse la tumba.

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Kenneth Starr, el fiscal que ha sido comparado con Torquemada, hizo el pasado miércoles una jugada maestra. Presentó al Congreso su informe sobre el caso Lewinsky dos semanas antes de lo esperado. ¿Por qué? Porque intuyó que Clinton estaba más débil que nunca. Una catarata de dirigentes demócratas condenaban en público a un presidente que también les había mentido a ellos y que, según las encuestas, va a conducirles a una derrota monumental en las elecciones para el Congreso del próximo noviembre. Lo mismo hacían líderes religiosos judíos y protestantes, incluyendo el de la Iglesia bautista del sur, a la que pertenece el político de Arkansas. Y allí donde iba, Clinton se encontraba con manifestantes que llevaban carteles diciendo: "Apártate de nuestras hijas", "Mentiroso" y "Dimite ya".Así que Starr aprovechó el momento para dar jaque al rey y pedirle al Congreso que lo convierta en el mate de la apertura de un proceso de impeachment o destitución de Clinton. Y nadie se rió del fiscal independiente. Al contrario, hasta los demócratas proclamaron su voluntad de estudiar "sin partidismo" las acusaciones contenidas en el informe -perjurio, incitación al perjurio, obstrucción a la justicia, coacción de testigos y abuso de poder- y debatir si constituyen esos "graves delitos y fechorías" que, según la Constitución, permiten al Legislativo acortar la estancia en la Casa Blanca del presidente elegido por el pueblo.

¿Qué ha ocurrido en pocas semanas para que Washington atrape la fiebre del impeachment, para que ya no parezca absurda la posibilidad del cese o la dimisión de un Clinton que está presidiendo el mayor período de paz y prosperidad de la reciente historia de EEUU? Pues lo que ha ocurrido es que el país ha reaccionado con algo de retraso a lo sucedido en agosto. Entonces, la torpe e incompleta confesión televisada de Clinton fue acogida con sopor veraniego; ahora, de vuelta a la plena actividad y con la cabeza fría, muchos norteamericanos se dan cuenta de que el presidente reconoce que les mintió durante meses. Y la mentira en EEUU es muy grave.

Lo es desde el punto de vista legal. En EEUU rige el principio de que el ciudadano dice por principio la verdad. Cuando hace una declaración de aduanas o de impuestos, cuando firma un contrato, cuando se inscribe en un hotel y aún más cuando declara bajo juramento. Por eso la declaración falsa ante las autoridades o en un acto privado y el perjurio reciben una sanción tan severa.

Los problemas legales de Clinton empiezan a partir del presunto perjurio cometido en su declaración del 17 de enero ante los abogados de Paula Jones, la mujer que le acusaba de acoso sexual. Interrogado bajo juramento, Clinton dijo que no había sostenido relaciones sexuales con Lewinsky. El pasado 17 de agosto, cuando hizo su confesión televisada, aceptó la existencia de "relaciones inadecuadas", pero siguió negando que fueran sexuales. Y el viernes por la tarde, tras la difusión a través de Internet del informe de Starr, sus abogados aún sostenían esa tesis.

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Y es que Clinton se empeña en que, como no hubo penetración, no hubo relación sexual. Lewinsky, dice el presidente, sí que sostuvo relaciones con él, pero él no las sostuvo con ella. Es una línea de defensa que ha forzado a Starr a incluir un montón de sórdidos detalles en su informe al Congreso. La difusión, el viernes, de esas escabrosas informaciones fue demoledora para Clinton. Provocó un inmediato sentimiento de asco y rechazo entre sus compatriotas, confirmó el sentimiento de que el presidente es un gran político pero quizá también un enfermo sexual.

Las mujeres, el sector del electorado que le hizo ganar a Clinton en 1992 y 1996, empiezan a hacerse preguntas. ¿Y si Paula Jones tenía razón cuando denunció que Clinton se bajó los pantalones y le pidió una felación en una habitación de un hotel de Arkansas? ¿Y si también la tenía Kathleen Willey cuando dijo que la toqueteó cuando ella entró en el Despacho Oval a pedirle un empleo?

Lo peor para Clinton es que, como subrayó el viernes en el Capitolio el congresista Tom Delay, "él se lo ha buscado. Si hubiera dicho la verdad hace ocho meses, no estaríamos donde estamos". Desde el principio, los sondeos demostraron que los norteamericanos -desmintiendo ese puritanismo furibundo que se les atribuye- estaban dispuesto a perdonarle a Clinton su presunta aventura sexual. Si había adulterio, decía la mayoría, era un asunto privado entre Bill y Hillary; y si ella le perdonaba, ellos también.

Pero desde agosto el caso entró en otro terreno: el de la mentira confesada. Y, además del hipotético precio legal que puede hacerle pagar el Congreso, Clinton está abonando ya la factura de la pérdida de confianza popular. Una encuesta realizada antes de la difusión del informe de Starr por encargo conjunto de los dos grandes partidos señaló que Clinton provoca el rechazo del 62% de sus compatriotas. Su trabajo político, por el contrario, sigue siendo aprobado por el 56%, cuatro puntos menos que antes de agosto.

Los norteamericanos quieren a Clinton como gestor, pero no le invitarían a cenar a su casa y ni mucho menos le dejarían al cuidado de sus hijas. Los demócratas se han dado cuenta del peligro de esa contradicción, y por eso dos de cada tres votaron el viernes en la Cámara a favor de la difusión del informe. Clinton perdió así la primera batalla parlamentaria de un proceso que puede durar meses.

Desde el miércoles, el futuro de Clinton está en manos del Congreso, algo que sólo ha ocurrido dos veces en la historia de EEUU: con Andrew Johnson, en 1868, y Richard Nixon, en 1974. Desde que recibió el informe, el Legislativo se ha convertido en un organismo judicial: la Cámara de Representantes realiza la instrucción y el Senado sentencia como tribunal. Y cabe imaginar que la actual mayoría republicana en ambas cámaras se ampliará en las elecciones de noviembre, en las que los demócratas tolerantes con Clinton tienen pocas ganas de participar frente a las muchas de los conservadores indignados con el presidente.

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