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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Pastrana y la guerrilla

En cualquier otro país del mundo un acuerdo entre el Gobierno y la guerrilla para hablar de paz, con la garantía añadida de que el poder va a despejar cinco municipios para negociar en ellos sin peligro de interferencias, bastaría para que se observara una tregua, al menos de hecho, hasta que comenzaran esas conversaciones. No ocurre así en Colombia, donde reina un extraño juridicismo en las relaciones entre el Estado y su enemigo insurreccional, la guerrilla. Como los acuerdos entre el presidente Pastrana y el líder de las FARC, Manuel Marulanda, no hablaban de alto el fuego, las operaciones contra el Ejército arrecian en los últimos días, con docenas de bajas y prisioneros entre los militares. Y, de igual forma, en cualquier otro país los enfrentamientos de las zonas limítrofes entre el Choco y Antioquia augurarían un perverso porvenir a esas conversaciones que, en buena lógica, es posible que no llegaran ni a celebrarse. Pero esa lógica no vale para Colombia, donde es perfectamente posible librar la guerra con una mano y proclamar con la otra el convencimiento de que la paz es el objetivo de todos. Eso no significa, naturalmente, que para la opinión colombiana sea indiferente que las FARC batallen o no hasta la víspera del comienzo de la negociación, sino que el mesianismo autoimbuido de la guerrilla le hace creer que le está todo permitido.

La explicación de que los combates continúen, aparte de porque nadie se ha comprometido a otra cosa, obedece también a que la capacidad de Marulanda, un guerrillero de la tercera edad, para determinar el comportamiento de sus hombres sobre el terreno es sólo relativa, pero, especialmente, porque si tratara de impedir la violencia perdería autoridad ante sus tropas. Lo que las FARC están, increíblemente, diciendo a la ciudadanía es que hablan de poder a poder con el Estado y que su capacidad de acción militar es un factor que ese Estado no puede nunca olvidar ante la negociación que se avecina.

Por ello mismo, el conservador Andrés Pastrana, que ha empeñado con valor e inteligencia el comienzo de su mandato en abordar prioritariamente el problema de la paz, mal se puede negar a seguir adelante con su plan de limpieza territorial para que antes de fin de año sepa la nación a qué atenerse respecto a las verdaderas intenciones negociadoras de la fuerza guerrillera, la más importante del país.

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El problema añadido es el Ejército. Nunca ha visto con entusiasmo que se negocie con la insurrección, y los ataques guerrilleros sólo sirven para persistir en su argumentación de que las conversaciones son sólo una añagaza guerrillera para ganar tiempo y echar al Gobierno la culpa de su eventual falta de voluntad de paz.

Pastrana no debe caer en la trampa que le tiende esa violencia arbitraria y criminal de las FARC, ni ceder a las presiones de quienes le digan que se equivoca. El presidente colombiano se ha trazado un curso y ha de seguirlo sin desmayo. Si no es posible hacer la paz, que quede claro que el poder lo habrá intentado lealmente.

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