Los derechos humanos y los ejércitos del siglo XXI
La reciente derogación de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final por el Parlamento argentino -mayoría en la Cámara de Diputados y unanimidad en el Senado- evita la posibilidad de que futuros excesos represivos como los perpetrados por la última dictadura militar puedan ampararse bajo aquella legislación, fruto, en su día, de una irresistible presión estamental. Pero su falta de retroactividad mantiene prácticamente intacta, de cara al siglo entrante, la peligrosa tradición de la impunidad de facto, con su insidiosa carga potencial.Sería absolutamente ingenuo afirmar que jamás volverá a producirse en nuestro mundo ninguna crisis política, económica o social de grandes proporciones, incluso tal vez de características graves, duraderas y dramáticas. Ni siquiera nosotros, en la confortable Europa comunitaria, podríamos asegurar que estamos libres para siempre de esa hipotética pero amenazadora eventualidad. Aún más probable resulta, obviamente, tal posibilidad en sociedades más débiles y vulnerables, como, por ejemplo, las latinoamericanas. Pese a su relativa bonanza económica actual, el grado de desarrollo y consolidación alcanzado hasta hoy por aquellas sociedades -aun sin ser despreciable- no permite prever para ellas un futuro total y definitivamente exento de tensiones y de crisis. Muy al contrario, cabe prever, sin especiales dotes adivinatorias, que las cambiantes condiciones de la economía mundial podrán desencadenar, dentro de las primeras dos, tres o cuatro décadas del próximo siglo, alguna o algunas graves crisis de largo alcance que lleven aparejada una gran conmoción social. Crisis que, al disparar las cifras del paro y rebajar drásticamente los niveles de vida de grandes masas de ciudadanos, podrán originar muy duras reivindicaciones, manifestaciones masivas, huelgas, incluso posibles focos de violencia social. Todo lo cual, como siempre ha sucedido en tales países, será considerado por sus Fuerzas Armadas y por ciertos sectores sociales como pura y perversa subversión.
Cuando tales crisis se produzcan -seguimos en términos tan hipotéticos como fuertemente probables- cabe prever dos posibilidades harto diferentes en el terreno que nos ocupa. La primera de ellas consiste en que los ejércitos de las sociedades afectadas hayan afianzado para entonces una serie de logros de importancia fundamental: plena asimilación de una doctrina democrática, incluida la subordinación militar al poder civil emanado de las urnas; rechazo total de la tortura, los secuestros y la eliminación de opositores políticos; supresión de la llamada "obediencia debida" a todo tipo de órdenes, incluyendo en sus códigos el deber de desobedecer las órdenes de notorio carácter criminal (concepto ya vigente en los principales ejércitos del mundo occidental); impunidad imposible, con la certeza de que todo aquel militar que cometa graves violaciones de los derechos humanos será inexorablemente castigado con arreglo a la gravedad de los delitos que cometió o que ordenó cometer.
Si para entonces aquellos ejércitos están así equipados en lo normativo y en lo formativo, en tal caso, por profundas que sean las crisis, por muy multitudinarias que sean las manifestaciones y las huelgas, por muy conflictiva que se plantee la situación política, económica o social, aquellas sociedades podrán acabar superando tales crisis, con mayor o menor dificultad y sufrimiento, pero sin tener que soportar los terribles costes sociales de otro mortífero periodo de represión militar.
Por el contrario, la segunda posibilidad consiste en que, cuando sobrevengan tales crisis, aquellos ejércitos sigan todavía tarados por los viejos lastres antidemocráticos: obediencia ciega incluso a las órdenes más delictivas; desprecio básico y largamente arraigado a los derechos humanos fundamentales; convicción de que la tortura es la fórmula óptima y, más aún, obligada frente a la "subversión" (incluyendo en este concepto a todo género de oposición política y de reivindicación social); y todo ello completado por la certeza de que, en cualquier caso, y según tradición inquebrantable, los represores tendrán al fin garantizada la impunidad mediante las oportunas leyes de indulto, amnistía o punto final.
Por supuesto, ninguno de estos dos modelos se cumplirá con exactitud: los modelos sociológicos nunca se dan en estado puro, y la realidad producirá, como siempre, situaciones mixtas y complejas, con mayor o menor predominio de uno u otro de tales modelos. Pero si dentro de esa realidad -pese a toda su complejidad- acaba predominando el modelo segundo, las sociedades afectadas volverán a padecer los rigores de la represión, de la tortura, del asesinato y las desapariciones masivas, con la trágica fatalidad de los cataclismos inevitables y, una vez más, sin que fuerza racional alguna consiga impedirlo.
La certeza, tan reiteradamente respaldada por la experiencia, de que aquellos ejércitos que incurrieron históricamente en los más tremendos excesos represivos escaparon finalmente al castigo individualizado, salvo un número insignificante de sus miembros, y que incluso aquellos pocos que excepcionalmente llegaron a ser procesados se vieron siempre favorecidos por las consabidas medidas de gracia que vinieron a garantizar su impunidad, esa certeza -por una parte-, junto con la arraigada convicción -por otra- de que la tortura es el instrumento eficaz por excelencia frente a cualquier género de oposición, constituyen los dos ingredientes que, combinados, componen el cóctel sociológicamente más venenoso que quepa imaginar. Modelo que, en caso de conservarse básicamente intacto -y todavía lo está en no pocos países-, constituye la más preocupante garantía de que, antes o después, la barbarie represiva volverá a prevalecer. Sólo falta el requisito desencadenante: una crisis social suficientemente grave y explosiva como para volver a poner en marcha la máquina infernal.
En esa trágica y ya repetida coyuntura, las doctrinas totalitarias nunca, desmontadas ni revisadas, los secuestradores nunca juzgados, los torturadores jamás condenados, los asesinos nunca encarcelados, o sus directos herederos y sucesores, volverán nuevamente a campar por sus respetos, recuperando su medio natural: el de la represión masiva, con licencia para matar y torturar, aniquilando los derechos humanos de sus propios compatriotas, en el marco impune de su ya establecida tradición institucional. De ahí la enorme importancia de "quebrar", en el mayor grado y extensión posible, ese pernicioso modelo tradicional.
De ahí también la validez de todos los esfuerzos tendentes a suprimir esa impunidad garantizada, generadora de futuras actuaciones similares a, las ya padecidas con anterioridad. De ahí, igualmente, la perentoria necesidad de que la comunidad internacional acentúe su presión, incluso por vía judicial, sobre los regímenes especialmente violadores de derechos humanos, en espera de ese Tribunal Penal Internacional tan necesario como todavía inexistente. Y de ahí, por último, la ejemplaridad de las actuaciones de algunos jueces españoles y de otros países, encaminadas a enjuiciar aquellos delitos internacionalmente perseguibles que quedaron impunes en virtud del repetidamente citado modelo estamental.
Se trata, en definitiva, de que ciertos ejércitos asuman, de una vez para siempre, que no se puede perpetrar cierto tipo de crímenes sin pagar por ellos un alto precio: que los conceptos exculpatorios tales como la "obediencia debida" correspondieron a una época ya superada e ida para siempre; que los indultos y las amnistías prefabricadas para los crímenes más repugnantes sólo eran posibles en tiempos de agudo subdesarrollo y patética debilidad civil; que el viejo principio de "no injerencia en asuntos internos", tan socorrido como tapadera y silenciador de los más criminales excesos, ya no es tolerado por una comunidad internacional cada vez más exigente y activa en materia judicial y policial, por encima de las fronteras y los regímenes.
Es mucho lo que se juegan las sociedades actuales -latinoamericanas o no-; es mucho lo que nos jugamos todos en lograr o no lograr erradicar el concepto, tan perniciosamente arraigado, de la impunidad garantizada -militar o policial-, de cara a aquellas crisis que el futuro, siempre problemático, nos pueda deparar. En este sentido, las actuaciones practicadas en España por los juzgados centrales 5 y 6 de la Audiencia Nacional en su investigación de aquellos crímenes de las dictaduras argentina y chilena que afectaron a ciudadanos españoles constituyen un empeño digno de nuestro mejor apoyo y valoración. Y ello no sólo por lo que objetivamente tienen de quebrantamiento del modelo de la impunidad, sino también por lo que proyectan como ejemplo para tantos otros órganos judiciales españoles y extranjeros, y más aún, por cuanto significan y establecen como antecedente y referencia histórica para el futuro.
En cuanto a la República Argentina, las actuaciones judiciales españolas incoadas hasta el momento, y que incluyen una importante serie de órdenes de busca y captura internacional contra destacados represores argentinos -algunos de ellos de máximo nivel como miembros de las propias juntas militares-, junto a actuaciones similares de otros jueces franceses, italianos, suecos, alemanes y estadounidenses, revelan ahora la eficacia de esa presión de la comunidad internacional, sin la cual difícilmente se hubiera producido la antes citada derogación. Decisión parlamentaria cuya importancia no ha de ser exagerada, pero tampoco despreciada, en la medida en que contribuye a limitar la impunidad en uno de los países más necesitados de tal limitación.
Es hora, pues, de reconocer que el Juzgado Central número 5 de nuestra Audiencia Nacional, más que un grano de arena, ha contribuido a colocar un sólido ladrillo -aunque tampoco baste en el muro destinado a cortar el paso a esa lacra, tantas veces avasalladora, que para numerosos países ha venido constituyendo la tantas veces denunciada impunidad militar-. Esa impunidad por tanto tiempo persistente y desafiante que seguirá amenazando el futuro de aquellas sociedades cuya debilidad civil les haga entrar en el siglo XXI con unos ejércitos todavía situados por encima de la ley y de la moral.
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