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La guerra de los botones

Vicente Molina Foix

La pelota está en el tejado, si en los tejados es donde el usuario ha de poner la antena o similar que recoge esa señal que luego uno ve, codificada o no, en su pantalla pequeña. En el pleno fragor de la batalla de los botones del mando a distancia, un reposo, se sea contendiente o mero observador.En una alocución que fue muy discutida aunque no era, como propia de él, nada banal, Mario Vargas Llosa sostuvo ante los libreros alemanes que acababan de conferirle el Premio de la Paz que "las ficciones de la literatura no pueden competir con las que suministran las pantallas, grandes o chicas". En las primeras, venía a decir el novelista, la naturaleza ilusoria de la palabra escrita exige más imaginación y participación por parte del lector, a veces obligado a complejas operaciones asociativas y -diríamos- interactivas con el texto, razón por la cual, concluía Vargas, "las ficciones de las pantallas son intensas por su inmediatez y efímeras por sus resultados. Nos apresan y nos excarcelan de inmediato. De las literarias somos prisioneros toda la vida".

Se puede discrepar de esa última afirmación -yo acabo de ver en una pantalla grande la incomparable obra maestra de Visconti Noches blancas, de una de cuyas imágenes aislada en el conjunto borroso de la película, una mujer asomada a un puente en espera de un ángel de la felicidad en gabardina, he vivido preso 20 años- pero conviene releer otro pasaje también muy polémico del discurso del autor peruano en Francfort, aquél en el que tras definir la información audiovisual como fugaz, transeúnte y llamativa, añadía que "nos hace ver la historia como ficción, distanciándonos de ella mediante el ocultamiento de las causas, engranajes, contextos y desarrollos de esos sucesos que nos presenta de manera tan vivida".

Al socaire de esta agria guerra de los botones (por cierto, cómo apetece, ¿no?, volver a ver esta película feliz de nuestra infancia, aunque sea subtitulada en mexicano) y la memoria de las palabras provocativas de Vargas Llosa me he acordado de un sueño que tuve una pasada noche de verano. Entraba yo, por arte más que por parte, en un consejo de ministros españoles y me quedaba mudo: nadie deliberaba en torno a la mesa, porque todos tenían un libro en las manos que leían atentamente. Al dar la hora, el presidente dio, como en el receptorio, una palmada y una bendición, los ministros cerraron de inmediato sus libros, y se acababa el sueño del consejo. Tuve en su día sospechas de que esa pesadilla fue provocada por unas declaraciones de Aznar, en las que el aún aspirante a la presidencia confesaba tener como lectura frecuente los libros de Juan Benet, y lo dijo poco antes de que unos gerifaltes provinciales del PP negaran con oprovio el nombre del gran escritor ingeniero muerto a una presa por él construida. Desde ese día llevo una pequeña cuenta de lo que leen ministros y políticos en general, sin ánimo -hoy por hoy- de elevar mis pesquisas a un rango sociológico. Sin salir del partido reinante -por eso de que el poder deslumbra- y del apartado de las mujeres en el poder -por eso de que ellas leen más- he anotado con satisfacción el gusto ambivalente, propio de quien sostiene en su frente el peso de dos descomunales pilares, de Esperanza Aguirre (Mozart y Whitney Houston en música, en cine, rompiendo ella solita el bloqueo de la isla, Guantanamera y Nixon), el Platero y yo, que junto a otras seis obras decía estar leyendo a la vez Loyola de Palacio, y lo mejor, saber que el libro que más había marcado a la alcaldesa de Valencia era Sinuhé el egipcio, predilección, por cierto, compartida con un célebre escribidor catalán. No he confirmado la noticia que recibí -por vía anónima- de que Isabel Tocino estaba absorta en el Coto vedado, de Goytisolo, ni sé aún a ciencia cierta cuál fue el libro de cabecera nupcial de Álvarez Cascos.

Dado el interés repentino que el Gobierno de la nación ha mostrado por hacer públicas las ficciones televisivas, incluida la más fugaz y transeúnte de todas, el fútbol, he llegado a dos conclusiones. La primera es que Vargas Llosa no andaba falto de razón (relea usted, lector, rebobinando un poco mi artículo, su último párrafo citado). Y la segunda que los sueños, sueños son.

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