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Tribuna:TRAVESÍAS
Tribuna
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Peso de oro

Antonio Muñoz Molina

Un lingote de oro tiene entre las manos un peso de gravitación mineral que no se corresponde con el brillo o la ligereza que le atribuye la mirada. El oro, para los ojos, es un resplandor y un símbolo, y cuando uno se inclina sobre un lingote ve su propia cara en un espejo empañado y borroso de oro, de metal como iluminado desde dentro, con un fulgor que no puede verse en ninguna otra materia, a no ser en algunos oros de la pintura, en los oros de Goya o en los de Rembrandt. Un lingote de oro tiene más o menos la forma y el tamaño de un ladrillo, de una tableta de algo, y al verlo los ojos le atribuyen una liviandad que es velozmente desmentida cuando las dos manos lo alzan. El peso del hierro o el del plomo no nos sorprenden, porque el color y la textura de antemano nos sugieren el grado de esfuerzo que las manos necesitarán: pero el oro, en cuanto lo sostenemos, parece que nos transmite una fuerza de la gravedad que desconocíamos, un magnetismo de metal puro atraído por la tierra de la que fue arrancado.Una vez, este periódico me envió en una especie de tarea de espeleología a los sótanos del Banco de España donde se guarda el oro, y allí vi ese brillo líquido y dorado de los lingotes que reflejan sus ángulos los unos en los otros, multiplicando así el brillo y la hechicería del oro. Vi en el suelo una especie de zapatones de acero con gruesos refuerzos, unos zapatos que parecían de los buzos que descenderán a lo más hondo de esos pozos, y me explicaron que se los ponían los funcionarios encargados de llevar de un lado para otro los lingotes de oro, pues si uno de ellos caía sobre un pie sin protección lo destrozaría con su peso tremendo, con su peso de oro.

Aquella mañana, en la que el fotógrafo Gorka Lejarcegi y yo cruzábamos corredores de tumba egipcia y puertas blindadas con manivelas como de grandes submarinos funerarios, vi también algo que me inquietó un poco y que luego olvidé, aunque no se me fue del todo de la imaginación, porque estos días he vuelto enseguida a recordarlo. En uno de los anaqueles de la cámara del oro había apilados unos lingotes que tenían un brillo algo más oscuro que los demás, y de los que nos explicaron que habían llegado al Banco de España en los primeros años cuarenta. Tenían un sello en forma de esvástica rodeada por una corona de laurel y coronada por un águila con las alas rígidamente abiertas. Eran lingotes de oro enviados desde la Alemania de Hitler, en pago por las exportaciones españolas del wolframio.

Ahora, retrospectivamente, la peculiar capacidad de aquellos lingotes sellados con la esvástica me parece un indicio siniestro sobre su procedencia. Me los imagino viajando en camiones con escoltas de uniformes y armas automáticas a través de la gran noche de Europa, por la que ahora se está viendo que circulaban no sólo ejércitos y ríos de deportados y trenes estrictamente puntuales con cargamentos humanos para el exterminio, sino también convoyes y ríos subterráneos de oro, oro secreto de las criptas nazis, de las cuentas numeradas y los sótanos de los respetables bancos suizos, oro que nadie quería preguntar de dónde había salido y que desembocaba con su brillo intacto en Madrid o en Lisboa, que vigorizaba la prosperidad de los negocios en una Suecia neutral y aséptica, no amenazada por las invasiones ni por los desastres que arrasaban el resto de Europa.

Uno se hace esa pregunta cuando tiene entre las manos un lingote de oro, cuando siente su peso inusitado y se deja deslumbrar por ese brillo que no se parece al de ninguna otra cosa, uno no puede evitar preguntarse de dónde ha llegado ese oro, cuándo fue arrancado de la tierra por primera vez, cuántas veces y en qué lugares ha cambiado de forma, aunque no de resplandor, ha sido monedas, ajorcas, aros, sortijas, tal vez figuras sagradas o estatuas. Al fundirlo, el oro recobra una amnesia primitiva, una cualidad de materia pura, eternamente regresada a sí misma, de modo que no conserva huellas de nada, residuos de lo que fue, de las manos que lo atesoraron y lo tocaron. En el oro hay algo de inhumanidad y de infamia, porque habiendo tenido que ver con tantos derramamientos de sangre a lo largo de la historia del mundo, nada de eso lo mancha ni llega a vulnerarlo, y una vez fundido recobra cada vez la misma inocencia inalterable, una crueldad idéntica a la del tiempo, que lo deshace todo y nos arrasa a nosotros y nos parece que no accede nunca a la piedad, que nunca altera su ritmo para favorecer nuestros deseos o aceleramos el alivio de un sufrimiento.

El tiempo es oro, el oro es tiempo de vidas vendidas o rescatadas a peso de oro, aniquiladas en su búsqueda, en su atesoramiento y en su pillaje. Cuando tocamos una moneda o un lingote de oro, el peso que sentimos no es el de la atracción de la tierra, sino el de todas las desgracias y sueños que ha ido provocando a lo largo de todas sus transfiguraciones, desde que lo arrancó de la mina un cautivo inca o un proletario surafricano, hasta que fue perdido, robado o ganado por última vez. El oro que yo vi, sellado con la esvástica, el oro que guardan aún los bancos suecos y suizos, viene de los yacimientos inagotables del dolor, ha sobrevivido inalterable y amnésico al despojo de quienes fueron sus dueños, ha seguido fluyendo en ríos ocultos mientras a la luz del día se intentaban esclarecer crímenes, establecer principios o simulacros de reparación y justicia, rescatar nombres de víctimas. El oro es tiempo y no tiene memoria. Pero yo recuerdo esos lingotes un poco más oscuros que los otros, mientras leo cada mañana en los periódicos las noticias sobre los viajes del oro desde las manos sanguinarias de los nazis a las manos limpias de los banqueros suizos y pienso en gafas de oro, en anillos de oro, en dientes y pulseras de oro, en candelabros rituales de oro, en delgadas cadenas de oro con una estrella de David, cada cosa agregando su peso mínimo a las otras al ser fundida con ellas para convertirse en lo que yo he visto, en lo que he tenido en las manos, el vaho sucio y amarillo en la penumbra de un sótano, el peso abrumador de la desgracia y del oro.

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