Demagogia y negligencia
EL GOBIERNO inició ayer un repliegue ordenado del jardín en que se había metido. Tanto el secretarío de Estado de Hacienda, Juan Costa, como el vicepresidente Rato reconocieron implícitamente -en distinto grado- la inconveniencia de las acusaciones políticas vertidas contra el Gobierno anterior por supuesto amiguismo en relación a la prescripción de una deuda fiscal de unos 200.000 millones de pesetas. Costa fue el primero en recoger velas y desactivar la ofensiva política contra la oposición montada sobre pretendidos favores tributarios a amigos del PSOE, cuando aceptó no tener "ninguna prueba de que los expedientes se paralizaran por una decisión política. Si la tuviera, estaría obligado a comunicarlo a la Fiscalía". Aunque lo mezcló con otras consideraciones, también Rato lo reconoció. Si hubiesen empezado por ahí, la sociedad española se habría ahorrado la instrumentación política de la información tributaria -que, debe recordarse, es secreta-, la irritación gratuita de los funcionarios, la confusión de los ciudadanos y el escándalo de los contribuyentes.Con sus declaraciones, el vicepresidente y su subordinado han desactivado, esperemos que definitivamente, la acusación de amiguismo y han de-jado en un lugar muy ridículo a políticos del PP que hablaron de "regalos fiscales a amiguetes", e incluso ensayaron, por boca del mismísimo presidente, con ligarlo a los recortes presupuestarios de los sueldos de los funcionarios. La denuncia de esa demagogia no cancela, ni mucho menos, la sospecha de que la inspección fiscal ha estado gestionada de forma deficiente, con importantes perjuicios para los ciudadanos que pagan sus impuestos. Una cosa es rechazar las acusaciones de connivencia con el fraude en beneficio de los "amiguetes" -es decir, de haber ordenado paralizar los expedientes- y otra descartar negligencias en el funcionamiento de la Agencia Tributaría y considerar que la pérdida de los 200.000 millones (si llegara a producirse) se debe simplemente a un cambio en la interpretación. jurídica del periodo de inspección impulsada por el Tribunal Supremo. Parece muy cierto que esta imprevisión administrativa existe, desde el momento en que hay 600 expedientes de inspección pendientes de decisión de los tribunales en los que supuestamente se han vulnerado las normas de interrupción inspectora.
Durante años, la inspección financiera ha mostrado escasa sensibilidad a las sentencias de los tribunales dé justicia; insensibilidad que, agravada por la escasa capacidad política para reaccionar con presteza ante las nuevas exigencias jurídicas, ha producido importantes atascos y demoras en la gestión de expedientes complejos. Tampoco hay que olvidar la poca atención que se ha prestado a la Oficina Nacional de Inspección (ONI), un organismo creado especialmente para controlar la gestión fiscal de los grandes contribuyentes y que concentra casi el 90% de los expedientes afectados por los contenciosos ante los tribunales.
Estos factores, más el de la escasez de inspectores y subinspectores para desarrollar los ambiciosos programas de lucha contra el fraude, explican casos tan insólitos de ineficiencia como el de actas que se liquidan años después de ser firmadas o las
interrupciones, durante más de un año, en las inspecciones practicadas a las empresas, como revelan las sentencias recientemente conocidas. Sería de gran importancia que los responsables actuales de la inspección tomaran buena cuenta de los errores que no se deben repetir en el futuro y apliquen sus esfuerzos a mejorar la gestión en esos y otros puntos delicados.
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