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El amigo americano

Existe en España una arraigada escuela de pensamiento -por llamarlo de alguna forma- que considera a Estados Unidos culpable de todos los males del mundo. Están los miembros de esta populosa secta convencidos de que la CIA, el Pentágono, la Casa Blanca, el FBI, quizás también las policías municipales de los 52 Estados, dedican diaria mente a sus sesudos gabinetes de mando a estudiar nuevos pasos de sus perversas estrategias para maltratar a los pueblos indígenas, a los trabajadores del Viejo Mundo, a las naciones con Estado o sin él, a ecologistas, osos panda y ballenas. Como suele suceder con las obsesiones, nuestros creyentes sobrevaloran a su enemigo. Porque éste -el yanqui, como dicen- no tiene tanta capacidad de conspira ción. Y sus supuestas víctimas le traen al pairo. No se acuerda de ellas apenas alguna vez al año. Cuando más daño hace Estados Unidos en el mundo es cuando se lanza a aventuras misioneras, ya sea por altruismo de alguno de sus presidentes o para contentar a sus propios ciudadanos. Las buenas intenciones del presidente Woodrow Wilson en las Conferencias de París tras la Primera Guerra Mundial dejaron a Europa madura para el desastre de la Segunda. Hoy, más que sólidas ideas sobre la salvación de los pueblos a través de la Pax Americana y los derechos nacionales propuestos por aquel nefasto evangelista, lo que emana de Washington son graves indicios de una política que es un híbrido de los sentimientos de María. Goretti y los ademanes de Ronald Reagan.

No hay que ser de la citada anteiglesia de Atapuerca del "OTAN fuera, Fidel sí y Anguita por supuesto" para convencerse de que la política exterior norteamericana está severamente intoxicada por intereses particulares, confusión, improvisación y un preocupante grado de falta de respeto a los aliados.

Y esto no debiera alegrar a nadie sensato. Porque la alianza transatlántica es y seguirá siendo el principal eje de la seguridad de las democracias y la sociedad libre y abierta ante retos futuros que muy probablemente serán más difíciles de abordar que la amenaza que supuso el comunismo soviético durante la guerra fría.

Empieza a ser un peligro para la alianza el desprecio por los intereses y preocupaciones de sus aliados que muestra últimamente el Congreso norteamericano. Y que es tolerado -al menos no combatido- por un presidente Clinton tan falto de convicciones políticas y espina dorsal política como virtuoso en el bote pronto del ventajismo provinciano. El debilitamiento de la alianza transatlántica, ha supuesto desde 1948 el principal riesgo para la seguridad de las democracias occidentales. Y lo ha sido en mucho mayor medida que cualquier alarde de fuerza de sus enemigos, fueran estos los redentores del proletariado en Europa central u oriental o sátrapas diversos del Tercer Mundo.

Convendría que los aliados europeos explicaran a Clinton que pueden acabar siendo permanentes y graves los daños a esta alianza -garantía de los intereses de unos y otros- de una campaña electoral al gusto de todos en Estados Unidos. Si alemanes, ingleses, franceses, daneses y españoles coinciden en términos generales en que son abusos intolerables la ley Helms-Burton para con Cuba, su ampliación al comercio con Libia e Irán o el matonismo practicado con Colombia por el caso Samper, la parte contractual acusada, -es-. decir Washington- debería reflexionar. El Atlántico es el más firme vínculo jamás habido entre dos comunidades políticamente homologables pero cultural y socialmente distintas. En beneficio de ambas. El eje militar ha de funcionar, porque es vital para la seguridad común. Pero cada vez es mayor el peso de los otros, el comercial, el del desarrollo tecnológico y el de los servicios. Y por supuesto el del diálogo político. Pero ninguno de ellos puede subsistir sin aquello que cimienta las relaciones entre aliados, amigos o socios. El respeto.

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