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Tribuna
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El Palmar

Entre Clemente y la trama navarra del caso Roldán no acabamos de salir del Palmar de Troya. Clemente manifiesta que el equipo ha actuado estupendamente, y lo cambia por completo para el partido siguiente a la vez que! advierte algo así como, que si falla lo demás, "ganaremos a hostias". Esa mezcla de incoherencia y agresividad produce empates o victorias agónicas, de un casticismo insuperable; mejor dicho, sólo superable por la combinación de guerra sucia y cuentas suizas del caso del día. (Iñaki Gabilondo tuvo ayer un lapsus magnífico como síntesis de la situación al hablar de "guerra suiza"). Ya sólo faltaba Barrionuevo comparando a Galindo con Hernán Cortés. Y ETA atentando en San Sebastián.¿Será que no hemos conjurado del todo los fantasmas de la España negra? En unas declaraciones publicadas en Liberation poco después de su nombramiento como ministro, Jorge Semprún opinaba que "el pasado franquista ha dejado su sello en todas partes", especialmente en ETA: "No quiero decir que [los activistas] sean conscientes de ello, pero ETA representa hoy el proyecto más totalitario y más loco de este país: un reflejo del franquismo". En El Pardo, una guía joven muestra con aire impersonal las habitaciones del palacio cuya construcción iniciaron, como pabellón de caza, Carlos I y Felipe II y en las que habitó durante 35 años el caudillo. Te enseñan la mesa donde firmaba las penas de muerte, los 40 relojes que controlaban la inmovilidad del tiempo, la alcoba donde guardaba la reliquia de Santa Teresa.

Un libro reciente de los periodistas Fernando Jáuregui y M. A. Menéndez indaga sobre Lo que queda de Franco. La revelación más sorprendente contenida en sus páginas es la de que Luis Roldán fue confidente de la policía hacia 1973 cuando, según un comisario que hace de garganta profunda de los autores, "cobraba alrededor de 3.000 pesetas por denuncia". La cosa puede sonar inverosímil, pero no más que el resto de la carrera de ese personaje, desde: la falsificación de títulos académicos a todo lo demás. Lo peor del PSOE ha sido su política de personal. ¿No es increíble que personas inteligentes, como García Damborenea, pusieran la razón de Estado en manos de aventureros como Amedo: un antiguo matón de barrio convertido en informante policial de las actividades de los estudiantes antifranquistas de Bilbao?

Los teóricos de la guerra sucia no suelen estar dispuestos a mancharse las manos personalmente. En general, sólo matones de discoteca o psicópatas forjados en la práctica de la tortura aceptarán esos trabajos. Pero encargárselos equivale a quedar sometidos, hasta la tumba, a su chantaje. ¿Acaso esperaban que antiguos confidentes en peligro dejarían de contar lo que sabían por patriotismo o sentido del Estado? ¿De verdad pensaron que bastaría mirar para otro lado -cuando contrabandeaban con tabaco o atracaban gasolineras- para que renunciaran a seguir extorsionándoles?

El pasado nos condiciona más de lo que somos conscientes. Francisco Ayala, el sobreviviente por antonomasia, escribía hace algunos años en EL PAÍS que "la intelectualidad española no se ha librado del peso de la dictadura y una manera de estar en ese círculo poblado de fantasmas del pasado es ir siempre en contra". Un intelectual de gran éxito, el que más ha vendido en la feria del libro clausurada el domingo en Madrid, arremetía hace poco desde su tronera de El Mundo contra los "paniaguados del poder, los trincones, los escribidores al dictado, los intelectuales tartamudos, los jorobados por detrás y por delante", y se preguntaba si, tras el triunfo del PP, "seguirá siendo ésta, tan larga, la hora de los enanos". La hora de los enanos es el título de un artículo publicado en ABC el 16 de marzo de 1931. Su autor, José Antonio Primo de Rivera, defendía en él la memoria de su padre, el general, frente a los intelectuales "murmuradores, envenenados de achicoria y nicotina, los snobs, los cobardes, los diligentes en acercarse siempre al sol que calienta más...". En fin, el pasado que creímos haber expulsado por la puerta, retorna muchas veces por la ventana, según nos enseñó un sabio doctor vienés.

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