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Paz y Quevedo, a la luz de la llama nadadora

"La curiosidad nunca se enfada de saber". Quevedo.Simónides de Ceos, pionero en eso de la mala fama de todos los poetas que pretenden cobrar un simple algo por lo suyo, tan sin valor contante si no incluye acrobacia, nos habla de una luz maravillosa que brilló sobre Atenas cuando dos hombres buenos, apiadados de muchos, se atrevieron a, matar a un tirano. En tanto que testigo del suceso, y en tanto que poeta que dejó poco escrito, mas sí lo suficiente como para advertirnos que la vida del hombre es igual que la hoja del árbol, Simónides sugiere que el crimen justiciero suele engendrar prodigios, alguna llamarada sobrevoladora, el maravilloso destello que viene de allí arriba cuando derribamos una barrera, una traba, una mortal manía -no a la fuerza compuesta de carne y hueso.. Entonces, al elegir de pronto entre fatalidad y libertad, caiga quien caiga, esa luz de lo alto celebra lo caído. Lo ilumina si sabe que es por algo no propia, aunque arroje sobre el lugar del sacrificio la misma incertidumbre que las palabras. Como si la Poesía, por una vez al menos, tuviera que alegrarse y brillar entre los pliegues casquivanos de la venda miental de la Justicia, incendiar su quietud, deslumbrarla, convirtiendo en cenizas su proverbial aplomo.

Lo malo es que después de aquellos cielos, a la par que las grutas infernales, se poblaron de signos muy confusos, desprovistos del halo del por qué, de la relación llamativa entre lo esto y lo otro. Eran, en ocasiones, reminiscencias espectrales de enamorados; más a menudo todavía, meras proyecciones devotas de un ansia de poder terrenal. Así, cuando Quevedo empieza su discurrir, el hombre llega ya desengañado, quemado incluso, a causa de semejante despilfarro de luces, de llamas encontradas: aéreas o subterráneas, según los casos; también, celebradoras o condenatorias, sueños claros u obscuras pesadillas del vivir aquí condenados a tener que matar el tiempo.

A ese tiempo, sin tiempo para nada, fruto de la caída e imagen retorcida del mal, va a cogerlo Quevedo por los cuernos, va a decirle con grave concisión -de pensamiento, palabra y obra- que, puesto que es así ("No es luz ni sombra: / es tiempo" ya todo le da igual. No le daba. Esa luz sufridora de Quevedo aún no es el rayo negro que cruzará algún día por la memoria de Paul Celan. Tampoco es de lo alto ni de lo soterrado: es de un aquí inestable, en el que hemos caído, cuyo término acoge, a lo sumo, lo poco que nos queda a la hora de la verdad: la previsión de una pequeña llama nadadora sobre las aguas muertas del otro mundo: "Nadar sabe mi llama la agua fría".

Pascal, que dialogó con el Señor de la Montaña tanto como Quevedo, dio con distintas luces: la de la ciencia, la de la fe en un Dios al que amansaba con fragmentos, y, sobre todo, la luz de la ironía. Quevedo, en cambio, ruge y gime ante ese destino sabido de antemano, comprobado sin tregua; se crece en el sarcasmo, trasforma la pasión en soledad, y, por solo consuelo, escucha con sus ojos a los muertos. Se sabe débil luz, en suma caída en el fluir, cada vez más helado, de la corriente irrefrenable. Pero posee la gracia demoledora, para dejar la huella firme (apalabrada: a fuego, a flote) de que eso, en nuestra lengua, supo alumbrarlo como nadie. Mientras tanto, el conde de Villamediana -que tuvo el corazón en la boca, según reconociera su enemigo Quevedo alaba en Ícaro el atrevimiento 'que basta a acreditar lo más perdido". E implora: "derrita el sol las atrevidas alas, / que no podrá quitar al pensamiento / la gloria, con caer, de haber subido".

Algo de todo esto, lo esencial, se desprende de las intensas relaciones mantenidas por Octavio Paz con Quevedo a lo largo de muchísimo tiempo. "Inmóvil en la luz, pero danzante", el movimiento del gran poeta Octavio Paz hacia tan ilustre escritor clásico se hará al punto visible en los cinco sonetos de Primer día, en el rotundo pórtico de Calamidades y milagros ("Nada me desengaña, / El mundo me ha hechizado"), en el ensayo Poesía de soledad y poesía de comunión, en los poemas solombreados de Homenaje y profanaciones y, de forma singularmente sobrecogedora, en otro ensayo titulado Quevedo, Heráclito y algunos sonetos. Allí, después de dar cumplida cuenta de su apasionada y fecunda relación con Quevedo, concluye Octavio Paz: "En Quevedo hay algo demoníaco: el orgullo (¿el rencor?) de la inteligencia. Por eso, sin duda, nos atrae tanto a los modernos. Escribo sin alegría lo que pienso y con el temor de ser ingrato. Pero necesitaba decirlo: Quevedo fue uno de mis dioses".

Ahí nos quedamos. En el centro del remolino de otra luz contrastada en esa otra caída que es caer en la cuenta. Pero luego, hace sólo dos días, en la Biblioteca Nacional de Madrid, supimos, por boca del propio Octavio Paz, que ha proseguido ese diálogo apasionado, reflexivo y poético (Respuesta y reconciliación), entre él y Quevedo. A la luz de la llama nadadora: claridad, como la del amor, rodeada o sitiada de noche.

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