Sant Jordi feliz, universal e increíble
Vázquez Montalbán, Pujol y la Historia: tres intentos de explicarse ante los editores extranjeros
El primero que lo intentó, al mediodía, fue Manuel Vázquez Montalbán. Llegó a bordo de su habitual 'aire necesitado y dijo a los editores: "Un poco de autoengaño es necesario". Lo había elegido la organización. del Congreso Internacional de Editores para que describiera lo que estaba pasando en la ciudad: "Una combinación de la eternidad de la palabra de la palabra impresa y la fugacidad de la rosa condenada". Para que fijara los propósitos catalanes: "Se trataría de construir, un día al año, el día dedicado a un santo inexistente, y si no llueve, el imaginario del mismísimo Sur, mientras se compran libros y se regalan rosas". El Sur era el de Elliot, ese otro propósito: "Leer hasta entrada la noche y en invierno viajar hasta el Sur". Los organizadores le habían dicho a Manolo Vázquez, ese hipertexto, que copio Sant Jordi es increíble, se aplicara en el empeño. Citó a un antiguo escritór polaco: 'Recuerdo el impacto, que nos causó en los años cincuenta el octavo día de la semana de Marek Hasklo y de hecho no hemos intentado otra cosa que llegar a ese octavo día de la semana donde estará instalado el paraíso. Tal vez sea el 23 de abril ese octavo día de la semana buscado. Repito, si no llueve. Porque ustedes verán a toda una ciudad, a todo un país, representando su mejor papel; tratando de componer su mejor autorretrato". "Hable, tiene tres minutos", le dijeron los organizadores, y no es imposible que Manolo Vázquez recordara un poema de Cortázar, muy doloroso, que lleva casi ese título. Lo recordara o no, volvió a decirlo: "Un poco de autoengaño es necesario. Y han de ser conscientes de que pocas veces podrán ser tan felices a cambio de tan poca dosis de autoengaño".Entonces los congresistas se fueron a comer al puerto, bajo un cielo que obligababa a llevar la cabeza alta.
A la hora de la definición, después de los arroces y del vino blanco, la mitad optó por rendirse y cayó fulminada sobre las sábanas. Otros 200 se subieron a los autocares. Quienes lo intentaron entonces fueron los monitores. Iban aleccionados. Pero explicar el patriótico día e Sant Jordi desde la historia una tarea ímproba. Para empezar, la idea fue de un valenciano instalado en Barcelona. Vicente Clavel se llamaba. Y era el amo de una editorial: Cervantes. Para seguir: la fiesta no tiene precedentes remotos. Fue en 1926 y fue en plena dictadura de Primo. Y para rematar, y ahí los monitores hacían encaje de bolillos, había que explicar cómo llegaron a coincidir rosas y libros, Sant Jordi -siempre el patrón, no siempre inexistente- y Cervantes. Fue un 7 de setiembre y fue en 1930. Alfonso XIII firmó un decreto, a propuesta de su presidente, Dámaso Berenguer, trasladando la fiesta del libro del 7 de octubre -fecha inicial- al 23 de abril. ¿Cuál fue la razón? La auténtica, que en octubre hace ya frío, que llueve y hasta nieva sobre los tenderetes, y que los bolsillos, en el inicio del curso escolar, no están ni ya estaban más para más libritos: nunca la fiesta había funcionado. El decreto, que es una delicia, explicaba, sin embargo, que al no haber seguridad de que Cervantes naciera el 7 -sólo se sabe de cierto el día de su bautizo, como era lo habitual entonces- convenía dar un giro total a las cosas: celebremos- su muerte. Su muerte coincidía con la de Shakespeare, un hecho clave en la proyección universal de la fiesta, pero que no consta que estuviera presente en las intenciones del cambio. Y coincidía con la celebración en Cataluña de la fiesta del patrón, en su orígenes, por cierto, una fiesta de la nobleza, nada popular. En esa fiesta, y al menos desde el siglo XIV, era costumbre en Barcelona organizar una feria de rosas, regalárselas los que se quieren. Los monitores vacilaban: una fiesta muy reciente, de orígenes dudosos, instalada en la casualidad... La popularización de la síntesis entre libro y rosa se había producido, además, en pleno franquismo. Y había adoptado un innegable aire de cursilería: no en vano en 1976, en el primer Sant Jordi del posfranquismo, los ácratas se paseaban por las Ramblas, con sus libros, sí, en una mano, pero en la otra, un racimo de apretadas alcachofas. Y era difícil rematar la jugada explicando que por todo eso, por esos orígenes, el Gobierno autónomo no había declarado el 23 de abril fiesta nacional de Cataluña. Pero hubo algún monitor que supo salirse bien:
- Sant Jordi no se puede explicar. Hay que verlo.
Lo vieron. Valga la opinión de los señores Von Notz, alemanes, gente influyente en la Cámara del Libro de su país.
- Nunca creímos que esto pudiera hacerse en una ciudad.
El tercero, y último que lo intentó fue el presidente Pujol. Los reunió al crepúsculo en el Palau de la Generalitat. Les habló en inglés, con su habitual soltura. Dijo together, que quiere decir juntos. Dijo identity que no hace falta traducir. Dijo country, o sea país, y dijo nation. Dijo que tal vez fuera una big petulance ("una gran petulancia"), la de un small country ("un país pequeño"), proyectar su fiesta al mundo. Pero dejó claro que así estaban las cosas. Más tarde movio las manos, una, la otra, mientras iba diciendo book, rose, together, national y world, hasta que acabó entrelazándolas con un gesto enérgico y seco y todo quedó entonces entendido y claro al fin.
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