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Tribuna
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Leyenda mortal

El desplome de la araña sobre el patio de butacas del Real es sólo un grave accidente de construcción. Lo que se alza detrás de él, sin embargo, es una larga leyenda mortal que tardará en desvanecerse. Cuando el teatro se cerró para su reforma en 1988, los responsables estaban tan seguros de su terminación para los faustos de 1992 que contrataron al director de orquesta Antoni Ros Marbá a razón de 22 millones de pesetas anuales. Desde entonces sigue cobrando sin haber empuñado la batuta. Lejos de abrirse en aquel año de celebración, lo que sucedió es que murió su arquitecto, José Manuel González Valcárcel, víctima de un infarto en el mismo lugar de las obras, sobre el escenario, y mientras mostraba sus realizaciones a los periodistas.El nuevo arquitecto encargado de la continuación, relacionado por otros trabajos con el Ministerio de Cultura, fue Francisco Partearroyo. Ahora tiene 47 años y ha dedicado los tres últimos de su vida a enfrentarse con problemas que los técnicos han calificado literalmente como "cuestiones de infarto". Las sucesivas obras y modificaciones, mezcla de materiales y previsiones retorcidas, han obligado a Parterroyo a cruzar como por una jungla de paramentos, estancias y laberintos que le han agotado ocasionalmente su imaginación durante las muchas horas que ha trabajado ante el ordenador. Todo estaba, sin embargo, gracias a la electrónica visual, en situación de ser expuesto a la prensa en unos días. Cada paso de la obra, desde la inicial complejidad a la sencillez, desde sus torreones a su cubierta calva se ilustra en las secuencias que ha compuesto en su estudio de la calle Génova.

Después de un esfuerzo que sus ayudantes llaman titánico o desesperante, la obra estaba aparentemente concluida. El estruendo de la lámpara central sobre el suelo es la campanada de lo que todavía queda por hacer y de lo que queda, si es posible por mejorar.

Francisco Partearroyo destaca ante todo en su labor el esfuerzo para dar cabida al complicado sistema de climatización del edificio, de aire lento, para soslayar los ruidos y el remate de la cubierta que engloba a buena parte de las instalaciones.

Probablemente todo lo que en el Teatro Real no verá el público es mejor que lo que está a la vista. Es arquitectónicamente mejor la ocultación de la desbordante cantidad de conducciones que las soluciones en los foyers o las estancias de reposo. Son mejores las habitaciones de ensayo de orquesta, las bellísimas piezas para los ejercicios de danza -acaso las mayores de Europa- que la sala donde se ha estrellado la lámpara sobre el vacío de las butacas bermellón.

Es desde luego incomparablemente más atractiva la parte bruta de la reforma, el lugar por donde discurren los obreros y no se diga ya por donde se esconden los actores -con un escenario donde cabe desde el foso al techo el edificio de Telefónica- que el atrio para el público. En ese lugar, de planta ovalada rodeado de columnas toscanas, revestidas de cedro entintado, el arquitecto ha querido representar una corrala donde se contempla a los ilustres asistentes desde las balconadas.

Efectivamente todos se ven y no es esto lo que falla. El error radica en que ese espacio no dignifica y recuerda, muy al estilo de las decoraciones de bar en Canillejas, la falta de clase y presupuesto.

Ya se sabe que con el Teatro Real se ha gastado mucho, unos 20.000 millones de pesetas, cuatro veces más de lo calculado y, actualmente, más de todo el presupuesto anual del Ministerio de Cultura. Pero ya sea por que han intervenido muchas manos, desde arquitectos a ministros, el caso es que se entra en el hall y se piensa que no es para tanto. Ni el mármol imperial de color carmelitano, ni la piedra caliza de Colmenar invitan al sueño. Incluso si con la vista se alcanzan los arcos semicegados del último piso puede creerse que lo han despacho con premura. Probablemente no es así, pero a la obra le ha sobrado tanto tiempo como le ha faltado reposo. La lámpara se ha descolgado de un techo azul oscuro que copia a medias la idea del negro absoluto en el teatro de Jean Nouvel en Lyon y las plateas conservan un ornamento de oropel barroco ante el palco real como caja de zapatos. Demasiado trabajo, demasiada confusión, mucha presión para los hombros de un arquitecto que ha entregado lo mejor de sí mismo sin que haya sido lo mejor para un Teatro Real al que, sin estrenar, empiezan a caérsele los colgajos.

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