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En el año de la tolerancia

En el año universal de la tolerancia proclamado por las Naciones Unidas, el Consejo de Seguridad no sabe cómo parar una guerra hecha en nombre de la intolerancia. De qué sirve amontonar resoluciones, declaraciones de principio, condenas y denuncias teórica si todo se queda en palabras y promesas. No ha de extrañarnos que cada vez se desconfíe más de las grandes palabras. Que la apelación a los derechos humanos sólo suene a desvergüenza hipócrita. Si Sarajevo acaba siendo la innegable realidad de- este fin de siglo, !pobre Europa!, ¿a quién querrá convencer de su futuro?Como ha dicho Pasqual Maragall en una emotiva carta al alcalde de Sarajevo, Bosnia es nada menos que la representación de esa "Europa de los ciudadanos" tan idealizada. El mestizaje de culturas, el multiculturalismo que, en el año de la tolerancia, da materia para tantas mesas redondas, podría tener en Bosnia el mejor ejemplo: la convivencia fácil de culturas distintas pero amigas. Pero los serbios no lo aceptan y el desacuerdo de quien tiene la fuerza no atiende a razones. El sueño de la Europa multicultural tiene en Bosnia la prueba evidente del abismo que separa a la teoría de la práctica. Las diferencias son buenas, decimos, la mezcla de culturas es un valor. En efecto, pero sólo en el pensamiento. Como sólo en el pensamiento existía la ciudad ideal de Platón. Los hechos se encargan de desmentir categóricamente los ideales. ¿Cómo puede extrañarnos que perdamos la credibilidad?

La perdemos todos, porque todos somos responsables de no saber vivir de acuerdo con lo que predicamos. De nada sirven los principios si no hay voluntad de aplicarlos. Falta voluntad política, pero también voluntad individual. Unos y otros -la política y los ciudadanos- tienden a moverse por intereses egoístas, pragmáticos. Pensar en los, otros significa siempre renunciar a algo propio: renunciar a unos votos o al bienestar más inmediato. Acudir en ayuda del otro implica sacrificio, una capacidad que el mundo desarrollado parece haber olvidado irremediablemente. De la inacción son responsables los gobiernos, los únicos que tienen el poder y la fuerza para detener y controlar la guerra. Lo somos los ciudadanos, si no presionamos hasta la saciedad a quienes tienen poder para actuar.

Europa empezó a defender la tolerancia en el siglo XVIL Desde entonces entiende que no es lícito que los gobiernos determinen qué hay que pensar o qué hay qué creer. En el siglo XVIII, Kant idea fórmulas y argumentos a favor de una "paz perpetua.". Está acabando el siglo XX y asistimos al fracaso de la organización creada -hace sólo 50 años- para asegurar la paz y la con vivencia entre los humanos: "Nosotros, los pueblos de las Naciones Unidas, decididos a preservar a las generaciones venideras del azote de la guerra que, durante nuestra vida, ha infligido dos veces unos sufrimientos indecibles, a la humanidad", etcétera, etcétera.

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Nuestras debilidades -por no decir mala voluntad- están a la vista. Donde no hay intereses claros y materiales -donde no hay dinero-, no hay tampoco objetivos comunes. Europa no sabe qué puede estar defendiendo al salvar a Bosnia. Está diciendo que el sufrimiento de miles de seres humanos es un interés nimio, por el que no vale la pena arriesgar nada. Las excusas se multiplican para explicar que la guerra es suya y no nuestra. La vida humana: una cuestión también más teórica que real. Cuando se trata de despenalizar. el aborto, las posturas se radicalizan de inmediato. Los defensores de los que están por nacer son ahí implacables. Pero enmudecen y vacilan cuando las vidas en peligro no son- vidas posibles, sino muy reales, vidas que, en definitiva, son un estorbo para la materia lización de absurdos proyectos nacionalistas o imperialistas.

No es demasiado tarde. Nunca lo es para rectificar errores y salvar el futuro. Tres años de guerra y de horrores son una eternidad, en efecto. Pero no es tarde para evitar que mueran más hombres, mujeres y niños que nunca quisieron el conflicto ni se empeñaron en la barbarie. No lo es, sobre todo, para evitar más humillaciones. La humillación de los hombres -jóvenes de 16 años- forzados a luchar por una causa que seguramente ni comparten ni entienden. La humillación de las mujeres violadas. La humillación de los niños condenados a vivir física y psíquicamente mutilados para siempre. La de las familias descompuestas, obligadas a dejar su país, su trabajo, su casa.

La intervención es, necesaria por trágica que sea. Lo es cuando la razón es impotente. Las ayudas humanitarias sólo son eso: una ayuda. Que no valgan para tranquilizar la conciencia de una Europa que se dispone a empezar sus vacaciones y olvi-, darse de quienes sólo sufren. ¿De qué sirve tener ejército sino para defender a quienes están amenazados, sean o no de los nuestros? Son seres humanos, el único argumento. ¿Permitiremos que nos echen en cara nuestra pasividad, como ha ocurrido ya con otras guerras de este mismo siglo, recordadas repetidamente estos días? ¿Con qué autoridad moral vamos a construir una Europa incapaz reaccionar ante la barbarie contra sí misma? Sin duda, la intervención tiene sus costes. Cualquier decisión los tiene, pero unos costes son peores que otros.

España tiene ahora la presidencia europea. La impasibilidad de Europa le toca, en estos momentos, más directamente. Lamentamos que nuestros jóvenes se distancien de la política. Sin embargo, la coordinadora Europa por Bosnia -que organizó la espléndida manifestación de Barcelona- la mueven ellos, aupados por un José María Mendiluce inasequible al desaliento. No desoigamos su protesta. La tolerancia ante la guerra es sólo cínica indiferencia. Una indiferencia que sólo agrava la crisis de convivencia que padecemos.

Victoria Camps es catedrática de Ética en la Universidad Autónoma de Barcelona y senadora independiente por el Grupo Socialista.

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