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Buenos Aires

Antonio Muñoz Molina

Para cualquier lector de Borges, de Bioy Casares, de Onetti o de Julio Cortázar, y también para los aficionados a los tangos, Buenos Aires es una de las capitales del gran mapamundi de la literatura y no hace falta haber pisado de verdad sus calles para recordarse caminando por ellas con la familiaridad afectuosa de lo muy conocido. El camino de ese nombre, Buenos Aires, ya es en sí mismo una invitación. Proust explica con poesía exacta la atracción de los lugares lejanos a través de la sonoridad de sus nombres, y el secreto desengañado de llegar a ellos y descrubrir que Combray, Venecia, Balbec, son siempre paisajes inferiores a la resonancia provocada en la imaginación sedentaria por las palabras que los designan.Hasta hace algo más de una década, Alejandría era una de las capitales del mundo para los lectores de Cavafis y de Lawrence Durrell. Pero según parece de la ciudad en que los dos vivieron y a la que dedicaron tantas páginas extraordinarias no queda prácticamente nada, así que buscar Alejandría en Alejandría es como viajar a Casablanca con el propósito de tomar en el café americano de Rick, o como suponer que la Bagdag o la Damasco de ahora tienen algo que ver con las ciudades laberinto del Islam medieval o las del orientalismo romántico del siglo XIX. Un amigo que estuvo hace años en Bagdag me dijo al volver que no valía la pena un viaje tan largo porque el Oriente mulsulmán donde está de verdad es en la Alhambra de Granada y en la Mezquita de Córdoba.Buenos Aires tiene un nombre tan literario como cualquiera de esas ciudades pero a diferencia de casi todas ellas el conocimiento no induce al desengaño, sino a un grado de afinidad y de asombro aún más intenso que el prometido por los libros y los tangos. La gran sorpresa de Buenos Aires, y la de Montevideo, es que después de un viaje claustrofóbico de muchas horas en avión a los confines australes del Atlántico lo que uno encuentra no es lo más exótico, sino lo que más se le parece, el idioma, los cafés, la vitalidad, el desorden, el ritmo de las calles, una mezcla desconcertante de similitud y diferencia de proximidad y lejanía. Al Buenos Aires de la realidad se aficiona uno tan rápidamente como al Buenos Aires de la literatura, y cuando se marcha y recuerda o encuentra en un libro o en la letra de una canción los nombres de las calles en los que ahora sí ha estado siente enseguida una nostalgia incondicional hecha de memoria y de conciencia política, de imágenes exactas y pasajes de tangos.

Yo visité por primera vez Buenos Aires en 1989, en los días apocalípticos de la hiperinflación, y entonces era una ciudad convulsa de apagones eléctricos y amenazas diarias de golpe de Estado. Algunos de los máximos fantasmones de la dictadura militar estaban en la cárcel, pero ni siquiera en ella se privaban de declarar públicamente el orgullo de sus recientes hazañas. Siempre me acuerdo (le las declaraciones de un general encarcelado: "Jamás causé daño irreparable a nadie que no fuera comunista". Había en la gente un estado común de desolación, vergüenza y miedo del pasado, desconsuelo colectivo sobre el porvenir. Una noche de apagón en la calle Florida, un cuarteto de cuerda con esmóquines ajados y afinación perfecta tocaba Cambalache, y unas pocas personas agrupadas a su alrededor murmuraban en voz baja la letra con un aire absoluto de rendición. Volví el año pasado: Buenos Aires parecía otra ciudad, una metrópolis espléndida de luces nocturnas y espejos de galerías comerciales, tan vibrante y dilatada como Nueva York pero sin su sugestión continua de amenaza, una capital de mi literatura y de mi idioma, igual que México y Madrid, pero con entonaciones italianas y judías en su enfático español. En los cinco anos pasados desde mi primer viaje el miedo obsesivo a los militares parecía extinguido. También parecía que no quedaba nada del recuerdo de los muertos ni de los exiliados, de las oscuridades infernales de esa dictadura a la que todo el mundo nombraba con un incómodo eufemismo: el proceso. Pero a veces un gesto, un instante de silencio, delataban la perduración negra del pasado, las zonas aún intransitables de la memoria. En el curso de una cena muy formal y muy plácida mencioné a las madres de la Plaza de Mayo y hubo alrededor de la mesa una tensión inmediata, una quietud vidriosa que no llegó a remediarse. La señora de la casa, una mujer cultivada de origen británico, me dijo que se había demostrado que aquellas falsas madres en realidad trabajan para una potencia extranjera; una de sus hijas, sentada cerca de mí, miró fijamente al plato y su cuchillo o su tenedor hicieron un chirrido muy desagradable sobre la loza. Alguien más intervino, el dueño de la casa propuso otra conversación, un brindis: pero el recuerdo ni siquiera expresado de aquellos años ya había infectado irreparablemente la formalidad de la cena.

Ahora, un año después, el silencio de entonces se ha roto definitivamente, como se rompe un dique y todos los días hay un turbión de revelaciones y de confesiones, un regresar sombrío y profanado de los fantasmas de los muertos, que vuelve del estuario oceánico del río de la Plata, y de las fosas comunes y parece que llaman con golpes de remordimiento a las conciencias de sus asesinos, que no tienen derecho al perdón, pero que al menos muestran algunos de ellos, en su culpa y su arrepentimiento, un rastro último de humanidad. Una población submarina y subterránea de muertos vuelve a la luz pública de Buenos Aires, cadáveres sin facciones ni nombres y nombres que ya no designarán los restos insepultos de nadie. Metrópolis de los libros, capital de los placeres de la conversación, de la caminata y la comida, Buenos Aires es también estos días la capital de los muertos, que transitan por ella con el mismo derecho de ciudadanía de los personajes de la literatura y que las sombras de los desterrados que murieron lejos de ella y de los que ya no pueden o quieren o no saben volver.

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