Un puñado de dólares
Días contados es una extraordinaria película que lleva dentro algunos pequeños defectos y unas cuantas virtudes enormes que neutralizan a aquéllos y los convierten en naderías. A todos, salvo a uno insalvable, contra el que nada puede hacer el talento de Uribe, un verdadero director de cine que convierte a sus parcelas intransferibles de trabajo -creación del tempo de la secuencia e interrelación de los actores- en puñetazos de arte vivo, que le redimen, en esta su nueva incursión en el pozo negro del thriller, de su patinazo en Adiós, pequeña.Nada, en efecto, puede hacer el director Uribe contra el muro de una limitación de presupuesto de producción que impide a una película, llena de filigranas en el crescendo emocional, apoyar a éste en un paralelo y complementario crescendo visual de la terrible espiral de amor y de horror que representa. Días contados gravita sobre dos durísimas imágenes de holocausto: la voladura de un automóvil y la voladura de un edificio. La primera es perfecta: el coche está físicamente allí y salta materialmente en pedazos, logrando una credibilidad visual absoluta, rotunda.
Simulación
Pero en la segunda el edificio destruido no está materialmente delante de la cámara y Uribe ha de resolver esta carencia no con una ficción, sino con una simulación, que es el peor enemigo de la ficción: desaceleración del movimiento mediante ralentís que permitan al espectador ganar tiempo para poder imaginar lo que no va a poder ver; y sobreimpresiones muy afinadas (probablemente logradas con mecánica digital) que indican al espectador que ha de considerar un brutal estallido a la simple hipertrofia de una llamarada de laboratorio. Es decir: trucos de oficio destinados a encubrir la falta de verdad física que necesita el talento.
Y todo por culpa de la falta del puñado de dólares que cuesta la construcción de un decorado de cartón piedra y escayola. Nada reprochable hay en los ahorros del presupuesto de producción cuando éstos se convierten en un estímulo del ingenio del director y éste tiene posibilidad de deducir de la pobreza material riqueza imaginativa. Pero un mordisco al presupuesto que prive a la imagen de un vital instante de verdad imaginativa, es harina de otro costal. Es una amputación o, más grave aún, una intromisión y una interferencia suicida del dispositivo de producción en la creación. En un cine pobre, como el nuestro, una película debe tener el presupuesto que requiere para alcanzar su plena eficacia y ni un dólar más. Pero tampoco un dólar de menos, cuando de ello depende que logre la audiencia -en el caso de Días contados universal- que se merece.
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