La foto
El pasado domingo, este periódico dedicaba unas páginas a la aparición en castellano de la biografía Franco, del historiador Paul Preston. La información venía ilustrada por cuatro imágenes. Ninguna tenía desperdicio: en una se veía a Serrano Súñer junto a Himmler y otros nazis eminentes; en otra, la más conocida, se veía a Franco y a Hitler en Hendaya, con ocasión de su famoso encuentro del 23 de octubre de 1940: Franco avanza mucho más marcialmente que el Führer (más ridículamente, por tanto, con las manos estiradas como si fuera a echar a correr) y pisa la alfombra que les han puesto, mientras que Hitler la evita y camina al margen; el austríaco lleva gorra y un correaje cruzándole el pecho; el español, gorro de soldado y un fajín que le queda alto. La tercera foto, con ser semifamiliar da bastante más miedo que las anteriores, pese a carecer del elemento germano: según el pie, se trata de una visita de Franco y su mujer, Carmen Polo, a las Torres de Meirás en 1938, y el matrimonio está acompañado del gobernador civil de La Coruña y el general Yuste. La señora tiene el gesto frío y seco que siempre la caracterizó; aún más, el gesto de asco o desprecio perpetuos, la ceja alzada, los labios finos de la rencorosa viuda que tanto tardaría en ser, la mirada difidente y de soslayo, una mujer ya convencida entonces (aún estamos en plena guerra) de que la altivez es un signo de distinción. Aun así no resulta distinguida, la delata la manera en que tiene agarrado el bolso, con fuerza y desconfianza, como si el general Yuste se lo fuera a robar. Es lo que le preocupa, el bolso; quizá también el pañuelo al cuello, su sombrero como boina ancha y su abrigo enlutado. A la izquierda de la imagen está su marido, Franco, ausente, distraído, por algo elevado, quizá las torres, de nuevo con su gorro de cuartel, sobre el uniforme un capote con cuello de piel, versión pobre y guerrera del manto de armiño que le llegaría, al menos en retratos oficiales e idealizados.Pero es la cuarta fotografía la que hiela la sangre. El pie dice: "Millán Astray y Franco cantan junto a su tropa. Millán Astray, fundador de la Legión, eligió a Franco para que dirigiera el primer batallón". Puede que estén cantando, pero la congelación del instante no nos lo permite ver. En todo caso, la cosa es aún peor si en efecto están cantando, porque nadie canta así. Más parece que estén abucheando o desafiando o escarneciendo a alguien. La cara de Millán Astray es la más acabada imagen de la chulería fanática. Alzado con desdén el bigote de hormigas, la, dentadura picada e irregular, los ojos semicerrados como para mirar sin ser visto, su gesto es ya un insulto, parece que estuviera diciendo: "¡Anda ya! ¡A tomar por saco!" o alguna frase similar. Le pasa la mano derecha a su compinche por encima del hombro, y la cara de éste es la de un individuo en el que lo último que debería hacerse es confiar. La expresión de irrisión. y rechifla, la denigración y la crueldad en la boca, las cejas turbias, los ojillos fríos mirando siempre con avidez, el conjunto del rostro mofletudo y fofo, es el de un criminal. Son un par de facinerosos, sin apelación. Si nos encontráramos hoy día con esas caras, ni la calle cruzaríamos en su compañía. ¿Nadie las vio? ¿Eran percibidas de otra manera en su tiempo? Hoy vemos las caras de la gente mucho más a menudo y con mayor impunidad: las vemos en televisión. Pero nadie parece ver lo que las caras dicen, y a veces dicen lo suficiente para no querer tener nada que ver con sus portadores (las apariencias engañan; sin embargo, no siempre). Me pregunto si en estos años nadie ha mirado de verdad los rostros de Javier de la Rosa y de Mario Conde, de Matanzo y de Álvarez Cascos, de Mohedano y Guerra y del ministro Belloch, de Idígoras y Roldán y de tantas figuras de nuestra política y nuestras finanzas. Si los hubiéramos visto en una película, habríamos adivinado en seguida sus papeles. Nos podríamos haber equivocado, pero es posible que no hubiéramos cruzado la calle con ellos, como tampoco con Jack Palance o Lee van Cleef. Que un pueblo entero se deje engañar por las caras de Kennedy o del propio González es comprensible; que se dejara engañar por Franco, no. Por favor, miren la foto otra vez.
Babelia
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