Poner fin al bloqueo
LA POBLACIÓN cubana está condenada a unas condiciones de vida cada día más duras e insoportables. Los, transportes urbanos han sido reducidos hasta niveles de casi inexistencia. Los cortes de electricidad aumentan. Pero el dato más angustioso es la aparición de epidemias de origen no definitivamente aclarado, pero en cualquier caso relacionadas con la escasez de alimentos, y más concretamente con una dieta insuficiente en vitaminas. Más de 25.000 personas están ya afectadas por neuropatías, la más frecuente de las cuales es la neuritis óptica, que provoca la pérdida de visión e incluso la ceguera. El Gobierno cubano ha pedido ayuda urgente a la Organización Mundial de la Salud y a otros organismos internacionales. Ante estos problemas que sufren los cubanos, los españoles, por nuestros lazos históricos con la isla, no podemos ser indiferentes. Y el Gobierno, además de prestar la ayuda que esté dentro de nuestras posibilidades, debe contribuir a que otros Gobiernos europeos adopten una actitud semejante.Ello es un deber humanitario independiente de eventuales consideraciones políticas. Pero, además, enviar medicinas y alimentos no es algo que vaya a ayudar a consolidar el régimen de Castro. El efecto podría ser más bien el contrario. Una de las bases de la dictadura castrista consiste precisamente en fomentar entre la población una mentalidad de ciudadela cercada, abandonada por el resto del mundo. En realidad, el aislamiento al que Cuba está condenada es consecuencia, primordialmente, de la desaparición de la URSS y del bloque comunista, con el que mantenía la casi totalidad de sus intercambios comerciales. Las terribles penurias que sufren hoy día los cubanos son más consecuencia de la desaparición de la guerra fría y de la propia ineficacia del régimen que del bloqueo que EE UU aplica desde hace más de 30 años, aunque éste ayuda a acentuarlas. La política de embargo es anacrónica no porque sea responsable del caos en el que está sumida la sociedad cubana, sino porque todo lo que aísle a esa sociedad, cada día más desconcertada y amargada, retarda, en lugar de animar, una posible transición pacífica.
En noviembre de 1992, la Asamblea de la ONU aprobó una resolución pidiendo el levantamiento del embargo a Cuba: sólo Israel y Rumania votaron con EE UU. Ello no frenó a Bush: en la última etapa de su mandato reforzó las sanciones contra las empresas que tengan alguna relación, aunque sea indirecta, con Cuba. Cedía así a la presión de los sectores más reaccionarios y cerriles del exilio cubano. Pero lo que resulta incomprensible es que Bill Clinton haya respaldado esa línea de Bush. Ello disgusta a sectores de la propia oposición cubana: el mes pasado, cinco organizaciones de disidentes moderados se han dirigido a Clinton destacando que el embargo a la isla es "contraproducente" porque estimula el inmovilismo del Gobierno.
Ante la agravación de los sufrimientos que padece la población cubana, algunas organizaciones humanitarias de EE UU han enviado expediciones con material de socorro. Se trata de iniciativas privadas y de valor puramente simbólico, y la única novedad en el terreno oficial es que el Gobierno no ha impedido esos envíos. Pero lo que cabe esperar de Clinton es una reconsideración de la línea seguida por EE UU y pasos concretos que, además de poner fin al embargo, garanticen a la población cubana el apoyo de Washington a una salida pactada que evite los ajustes de cuentas y mantenga algunos logros del castrismo, como el sistema de enseñanza o de salud. Cualquier señal en este sentido facilitaría una apertura que ponga las bases para una transición pacífica.
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