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La poesía aquello que se sueña

Juan Cruz

Dulce María Loynaz vive en El Vedado, un barrio histórico de La Habana, vieja, casi ciega, y rabiosa. No dice nada de lo que le rodea, "porque la prudencia es parte de la edad", pero tiene en su rostro la huella de una experiencia que en su caso ha sido trasladada a la literatura y que, en su casa, parece una metáfora del esplendor deteriorado de la capital de Cuba. Para ella la literatura" es memoria, sueño y sentimiento", pero su literatura en particular no le merece más allá de dos o tres palabras.Ha vivido un siglo y según ella sigue siendo una heredera radical del surrealismo y una deudora del castellano. Su casa es una maravilla. En ella estuvieron Juan Ramón Jiménez y Federico García Lorca, cuando Cuba era la síntesis de la imaginación española con el calor verbal de América Latina.

El último libro suyo que se publicó en Cuba fue un paseo por la poesía de su niñez, un conjunto de sonetos cubanos que escribió en la escuela, "porque estaba enfadada con mi profesor de matemáticas y con mi maestro de literatura. Qué se iban a creer". Cuando le suspendieron en ambas disciplinas decidió vengarse con su mejor arma, que ella aún desconocía, e hizo, a los 13 años, versos medidísimos en los que después su sabiduría infantil con la mala uva que aquella misma decisión de los maestros le había hecho atesorar. "Escribí por rabia, y también porque tenía algo que decir, como si una memoria ajena me estuviera llevando la mano". Por azares del destino, ahora ese libro acaba de salir en una edición rarísima entre nosotros, porque está hecho en el sistema Blaille, aunque sirve también para los videntes. "Es un libro que podemos leer también en sueños, y es a la vez una memoria infantil, la reivindicación literaria de mis primeros sueños".

Narradora y poeta, no se cree la importancia de su obra. "Yo he escrito para estar presente, pero para estar presente ante mí, lo demás me da igual". Cuando la vimos en Cuba, hace un año, Dulce María Loynaz, tenía aquel libro para ciegos entre sus piernas delgadísimas, las piernas de una mujer que insiste en despedirse a los 88 años. Nos dijo: "Es una tontería, un libro infantil nada". Pero, le dijimos, algo dirá. "Sí, dice sólo la rebeldía". Tiene los ojos puntiagudos, rodeados de unas gafas humildes, bajo un pelo escaso y definitivamente encanecido. Habla sin pelos en la lengua, aunque prefiere conversaciones sobre el sueño que acerca de la realidad que le rodea en La Habana. Nunca quiso irse de la isla, a pesar de que es isleña de muchas partes, porque "lo único que hay dentro de mí es literatura y lo que ocurre a mi alrededor no supera esta sensibilidad". Le preguntamos: "¿Y usted como concibe que es la literatura?". "La literatura no es otra cosa que lo que se sueña". "¿Y el amor?". "Eso es lo que se sueña".

Lacónica, llena de humor salino, esta mujer que viste ahora como si estuviera de medio luto, fue también una apasionada espectadora del mundo. En uno de sus viajes vino a España, a Tenerife, y allí pasó una luna de miel de seis meses.

Su amor era un hombre llamado Pablo Álvarez de Cañas, que vivió desde principios de siglo en La Habana, como periodista de Diario de la Marina. Con él viajó a Canarias en 1947, para conocer a la familia de Pablo. Vivió en el Puerto de la Cruz, en el hotel Taoro. , y allí vivieron ambos como si fueran insulares de Tenerife. El libro que resultó de aquella experiencia, Un verano en Tenerife, fue publicado en 1958 por la editorial Aguilar. Ahora será publicado de nuevo precisamente en Canarias. Fue, según ella "el retrato de un tiempo feliz, de una pasión sin barreras, un libro escrito por una mujer enamorada".

Los conoció a todos, a los cubanos de su tiempo y a los que le fueron a visitar. "Lorca era un encanto. Aquí, en esta casa, escribió El público. Se sentaba ahí y hablaba y hablaba. Y en esa copa bebió el mismo licor que ustedes están bebiendo el poeta Juan Ramón Jiménez".

Rodeada de plantas y de ruidos habaneros, de bicicletas y de gatos, ahora vive para el silencio. Lo demás no le importa.

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