Del virus y otras maldades literarias
El autor del artículo ironiza sobre la progresiva tendencia de la gente a rodearse de adminículos, "como si de ese batiburrillo cosificador se derivara la felicidad humana". Frente a la invasión tecnológica de la vida cotidiana, llena de imágenes y ruidos, defiende los hábitos solitarios del escritor y los lectores.
El virus aniquilador -mal llamado Miguel Ángel- ha puesto fin a dos tercios largos del libro que tenía a punto de rematar. Ante mis aterrados ojos, tres años de trabajo quedan fulmina dos en una borrascosa y traicionera madrugada. Sin embargo, e gracias a la ayuda de mi mujer se ha podido evitar que el ordena dor casero, ese ingenio demoniaco utilizado por el virus de marras para borrar tanta página escrita, apareciera despedazado bajo mis iracundos hachazos. Y me digo: esto te pasa por poner demasiada fe de carbonero en las nuevas tecnologías.Pienso que el origen del odio para con los libros, en definitiva para con los que nos dedicamos a este raro ejercicio de soledad, se encuentra en la maldición proferida por un repelente y barbudo judío de Viena, hace apenas medio siglo. El único consuelo del desafortunado exabrupto consiste en saber que fue recogido en los anales de la barbarie para siempre: las bibliotecas son los conservatorios de la infelicidad humana". Lo cierto es que, a partir de ese día, las cosas han ido de mal en peor para los escritores. Uno considera que no sólo nos quieren eliminar del planeta Tierra, sino que, además, no nos permiten disfrutar del más mínimo referente histórico. Simplemente, nos han sustituido a las bravas con imágenes y ruido a todo meter: la inutilidad de nuestro que hacer ha sido dictaminada de manera implacable.
La verdad es que las temidas y abundantes correrías de los gimnastas de la técnica están dando resultados espectaculares: hasta en un libro educativo infantil han dejado de aparecer las letras ché, elle y eñe. Parecería que la animadversión generalizada hacia la palabra escrita cunde en exceso, y los libros se han visto reemplazados por cachivaches que operan siguiendo dictados rarísimos, bajo los impulsos de códigos sólo descifrables por un puñado de expertos.
Después del nefasto incidente del virus, un buen amigo quiso recomponer mi abatido ánimo con las siguientes palabras: "Tú, tranquilo. Lo que sucede es que no entiendes lo que está ocurriendo a tu alrededor. Date cuenta de que nos hallamos insertos en un marco de relación múltiple y transnacional, con la intervención decisiva de los instrumentos de comunicación, particularmente ordenadores y audiovisuales". Puede saberse mi reacción: de resultas de mi feroz acometida, a mi amigo le tuvieron que dar 15 puntos de sutura en la cabeza, en el ambulatorio del barrio.
Escáner de plagios
Como los males nunca vienen solos, a los pocos días de mi alevosa fechoría me entero de que dos expertos norteamericanos en informática habían finalizado un encierro de varios años con la satisfacción del deber de investigación cumplido: habían inventado una especie de escáner que detecta plagios de toda suerte, por medio de un cerebro que memoriza los folios en un archivo computerizado. Esa noche me dio un vagido espantoso y tardé cinco horas y media en recuperar el pulso y agarrar el primer sueño.
Creo que la amarga sensación de acoso y derribo que me frecuenta no se debe a una exageración mía, sino que está plenamente justificada. Percibo que a la gente le gusta rodearse cada vez más de cacharros y adminículos, como si de ese batiburrillo cosificador se derivara la felicidad humana.
En ese supuesto paradisiaco medio ambiente - 10 millones de televisiones en color, 1.357.000 ordenadores personales y un 40% de hogares españoles con aparatos de vídeo- la presencia y compañía de obras escritas en la vida diaria resulta harto escuálida; y la que hay es más bien de adorno, mero refrendo del estado socioeconómico logrado muy recientemente. Lo cierto es que el 63% de nuestros adultos no compra al año un solo libro y el 42% de los mayores de 18 años jamás lee un libro. ¿Dónde quedó el lánguido placer de la lectura, recomendado por Montaigne? Mucho me temo que el personal ha desechado esa tentación porque siente una alergia profunda hacia la lectura.
Alguien dijo que los libros son algo así como los privilegiados testigos del tiempo; y que su presencia es eterna. Pues bien, el papanatismo local por lo norteamericano está derrumbando de manera inmisericorde muchos clichés y pensamientos adorables. Creo que este raro asunto va bastante más allá de la santería de andar por casa: en los hogares nacionales el sentimiento antinorteamericano -arranca de 1898, con la pérdida de Cuba, Puerto Rico, Filipinas y Guam a manos yanquis- pernocta amigablemente con la voracidad desenfrenada de americanización de nuestros hábitos y comportamientos sociales. Uno ha llegado a pensar que los españoles estamos a punto de constituirnos en el modelo perfecto de la esquizofrenia fin du siêcle: el 84% de las imágenes que escupen diariamente las pantallas españolas llevan la marca made in USA. De ahí que esté considerando la posibilidad de recluirme de por vida en la cartuja de San Bruno.
Realmente, la paradoja española, mecida, esto sí, al ritmo de unas maravillosas sevillanas, se las trae. Y esto lo digo porque los datos que ofrece el modelo cultural a copiar, el norteamericano, aparte de ser vulgar y fomentar la violencia y el sexo sin amor, convertidos en artículos de consumo, resultan estremecedores: el ciudadano norteamericano dedica 1.470 horas al año a la televisión y 95 horas al año a los libros; el 60% de los norteamericanos no adquiere al año un solo libro y el 40% es analfabeto funcional. El saldo de este modelo, esto sí, incide positivamente en la balanza comercial, pues la industria del entretenimiento es el segundo renglón exportador de EE UU, tras el sector aerospacial. Ante esta realidad en crisis me sorprende la noticia de mi sobrino que, según sus palabras, se va a Nueva York a hacer un máster en comida-basura y a aprovechar las ofertas de ropa interior, que allí, tío, está tirada.
Amor por fax
Entiendo que lo referido hasta aquí no viene de una calentura propia de mi condición ni se trata de un voluntarismo misceláneo arrimado a la autocompasión. Un veterano colega, fallecido no ha mucho, comentó con vago escepticismo porteño que "quizá hayamos perdido ahora el hábito de la soledad". Del actual estado de cosas -el paisaje interior de cada cual se halla atiborrado de objetos desechables que hacen imposible recobrar el sosiego y la mesura que la soledad proporciona- parece desprenderse de tan sabia reflexión se ajusta con comodidad a la realidad. Unas cuantas observaciones domésticas realizadas a vuelapluma vienen a confirmarlo: los novios ya no escriben cartas de amor, les basta y sobra con comunicarse por fax; las relaciones eróticas se contratan vía pantalla informática; a unas cuantas parejas de jóvenes matrimonios les visité en la segunda vivienda en el campo y pude comprobar con mis propios ojos que no contaban con un solo libro ni tenían previsto instalar una librería en el futuro. Ante esta vividura imposible me he puesto a cuestionar responsablemente la parte muda e inaprensible de las palabras de Bataille: el libro ¿equilibra o inquieta?; con la lectura de un libro, ¿se puede escuchar el frío desconocido del propio corazón?; la lectura ¿es o no es el remedio contra el hastío? A pesar de ímprobos esfuerzos continuos sin averiguar si el ser humano se completa con la palabra escrita o tiene suficiente con las estridencias e imágenes que despiden ese montón de aparatos que invaden nuestros aposentos cotidianos. No me extraña, por tanto, que la hija de Martín, un notario de Salamanca, y a quien la literatura le ha salvado de muchos pozos negros, ponga en boca de uno de sus personajes las siguientes palabras: no aguanto la soledad, no la aguanto, me da miedo. Viene a decir lo mismo que el escritor argentino, pero con más contundencia y crudeza.
Según voy buscando el otro lado de las palabras sólo me salen al encuentro catástrofes interiores y gritos de infelicidad que me aturden y descomponen. Entre tanta codicia, trivialización y dentellada, en el zizagueante recorrido brotan dos pavorosas noticias más que aporto: se ha inventado un vídeojuego para que se distraigan los gatos en vacaciones; y ya se ha puesto a la venta la pantalla informática que admite la escritura con tinta digital y con capacidad para comunicarse electrónicamente con otros ordenadores. Este último trasto pesa dos kilos y medio, se puede llevar de excursión en el bolsillo de la chaqueta, y su ubicuidad ha sido enaltecida por los expertos del mundo entero. ¡Cielos...! Justo en el momento que me afanaba por seguir la recomendación del poeta Guillén: consumar la plenitud del ser / en la fiel plenitud de las palabras. Me han destrozado el cántico con la comercialización del modernísimo chisme. De nuevo me siento patéticamente atrapado en la tupida red del operating system software.
Por si no fuera bastante, me acabo de cruzar en el portal con mi vecina del sexto, ejecutiva agresiva como pocas he visto, quien me dice que lleva ya siete años regando las jardineras de su terraza por medio de un sistema de goteo por ordenador. No me había recuperado todavía del escalofrío cuando, una vez en casa, mi mujer me informa que acaba de salir al mercado un microordenador que en pocos días quita el hábito de fumar. "O sea, que ya sabes, vas a tener que colgar la pipa", me dijo con tonillo entre autoritario e impertinente.
A mi juicio de escribidor la única esperanza de salvación radica en que alguien descubra pronto el virus capaz de contrarrestar el aspecto cosificado e inquietante que abruma mi identidad desamparada. De momento, en la vigilia llena de zozobra, me pongo a rezar un novenario a santa Rita, abogada de los imposibles, al tiempo que inicio un frenético pedaleo con la página en blanco. Mientras me voy perdiendo en las palabras, muy byroniano y tal, pero un punto sombrío, oigo salir de la radio una voz, escandalosamente pedante, afirmando que los escritores constituimos un problema medioambiental de primer orden: nuestros libros producen unos residuos sólidos que dañan el ecosistema. Ha sido la puntilla. No sólo nadie tiene piedad del insoportable dolor que me rodea -y me arrastra hacia el abismo- sino que además aspiran a almacenar mi memoria escrita en un tonel metálico para posteriormente lanzarla -y silenciarla definitivamente- a las profundidades del océano.
es escritor.
Babelia
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