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¿Era Franco de izquierdas?

Es tan obvio que hoy en día las palabras izquierda y derecha, en su uso político, ya no significan nada, que ni siquiera valdría la pena traerlo a colación, si no fuera porque a veces se defiende como valor de la izquierda una gran parte del legado de Franco, caudillo de la extrema derecha. Aquí hay una contradicción, que conviene sacar a la luz.En mayo de 1789 se reunieron por última vez los Estados Generales de la monarquía francesa, donde cada estamento tenía su lugar asignado. En la cabecera de la gran sala hipóstila de los Menudos Placeres, bajo un enorme dosel escarlata, se sentaba Luis XVI en su trono dorado. A su derecha tomaba asiento el clero; a su izquierda, la aristocracia, y enfrente, al otro extremo de la sala, el tercer estado (es decir, los que no eran clérigos ni aristócratas). Esta rígida y pomposa topología no resistió al inicio de la Revolución Francesa. Al autoproclamarse el tercer estado como Asamblea Constituyente, quedaron abolidos los lugares reservados. En agosto se usaba la topografía de la sala como instrumento de votación. Se votaba sí o no colocándose uno físicamente a la derecha o izquierda del presidente de la asamblea. Al discutirse si reconocer o no el derecho de veto legislativo al rey, los partidarios de tal privilegio real debían colocarse a la derecha del presidente; los contrarios, a su izquierda. A partir de ese momento, las nociones espaciales de derecha e izquierda pasaron a adquirir un significado político. Se era tanto más de izquierdas cuanto más decididamente se estaba por la introducción de cambios drásticos en la estructura del antiguo régimen. Los de derechas eran los moderados o timoratos.

Todavía hoy izquierda significa a veces sencillamente propensión al cambio, mientras derecha significa resistencia al cambio. Así, en Rusia, durante estos últimos años de la perestroika, los comunistas ortodoxos, partidarios de mantener intactas la dictadura del proletariado y la propiedad pública de los medios de producción, eran conocidos como la derecha, mientras que la gente calificaba de izquierdistas a los partidarios de cambiar el sistema, introduciendo el pluralismo, la propiedad privada y el mercado.

Sin embargo, y a partir de mediados del siglo XIX, el término izquierda ha sido usado con frecuencia como sinónimo de socialismo (otro término hoy aquejado de anemia semántica). Y, puesto que la versión más fuerte del socialismo ha sido la marxista soviética, han sido calificados como de izquierdas actitudes tales como la ignorancia o el desprecio del mercado libre y la nacionalización de los medios de producción, en especial de las grandes empresas.

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Las empresas son las estructuras encargadas de crear riqueza en un país, riqueza que luego fluye en forma de salarios para sus trabajadores, dividendos para sus accionistas e impuestos para el Estado. Ya se sabe que el ejército o la justicia o la protección de la naturaleza o las bibliotecas públicas nunca serán rentables. No importan, porque pueden parasitar a las empresas. Pero las empresas no pueden parasitar a nadie. Tienen que ser rentables por sí mismas. Una empresa no rentable es una contradicción económica y una maldición social, que empobrece al país. Una empresa puede pasar por una mala racha momentánea. Pero si efectivamente no es viable, lo mejor es que desaparezca cuanto antes. Los recursos económicos y humanos de una sociedad son limitados. Y no pueden despilfarrarse en agonías artificialmente prolongadas. Precisamente el mercado es el mecanismo cibernético que asigna esos recursos de un modo racional, provocando, entre otras cosas, la desaparición de las empresas no viables y la liberación de recursos para la creación de empresas que sí contribuyan a enriquecer al país. Galileo decía que sólo podemos dominar a la naturaleza aprendiendo a obedecer sus leyes. Lo mismo ocurre con la economía.

Como ha señalado Javier Tusell, el general Franco no comprendía los mecanismos del mercado. Su política económica se basaba en la regimentación autárquica e intervencionista, complementada por la demagogia social y la negación de todo tipo de cambios, conflictos y problemas. El ideal franquista consistía en un mundo estático, donde nada se mueve: matrimonios sin divorcio, empleos sin despido, empresas sin quiebra, alquileres congelados. Todo lo contrario de la economía moderna, cuya eficacia se basa en el dinamismo, en el cambio constante, autorregulado por los mecanismos del mercado.

¿Era Franco de izquierdas? Actualmente algunos sindicalistas rancios y otros paleosocialistas parecen identificar la izquierda con cosas tales como la empresa pública y la inflexibilidad en la contratación laboral. Pero en España fue Franco el campeón indiscutible de ambas causas.

Suiza, el país europeo con la contratación laboral más flexible, tiene la tasa de desempleo más baja de Europa. En España tenemos la tasa de desempleo más alta, como corresponde a la legislación laboral más rígida de nuestro entorno, herencia del franquismo. Entre 1941 y 1957 fue ministro de Trabajo el demagogo fascista José Antonio Girón de Velasco. A él se debe la ley del contrato de trabajo, origen de la actual legislación laboral española. Ni la República ni el PSOE han tenido arte ni parte en el asunto, aunque algunos defienden tal legado como una conquista de los trabajadores y de la izquierda.

Franco nacionalizó todo lo nacionalizable, desde los teléfonos hasta los ferrocarriles. Ni la República ni el PSOE han nacionalizado nada. Aquí el único nacionalizador ha sido Franco. Además, en 1941 creó Franco el INI (a imitación del IRI italiano creado por Musolini), e impulsó como nadie las grandes empresas públicas. Incluso se negó a admitir la quiebra de las privadas, nacionalizándolas cuando dejaban de ser viables.

Las minas de carbón de Asturias dejaron de ser rentables en 1967. La lógica del mercado hubiera exigido su cierre en aquel momento. De haberlo hecho así, España sería ahora un país más rico. Se habría beneficiado de un combustible mucho más barato y el Estado se habría ahorrado un millón de millones en subvenciones, que podrían haber sido mejor empleados en mejorar nuestras decrépitas infraestructuras viarias y nuestra formación profesional, por ejemplo. Pero Franco, en vez de permitir que se hundiese esa minería inviable, la nacionalizó y creó en 1967 Hunosa, uno de esos extravagantes dinosaurios industriales, carentes de toda racionalidad económica, destinados a satisfacer los delirios de grandeza autárquica del dictador. Hunosa es una empresa muerta, pero su agonía es artificialmente prolongada en una UVI carísima, que sólo en el año 1991 nos ha costado 65.000 millones de pesetas (más de lo que España ha gastado en parques nacionales y protección de la naturaleza en toda su historia). Esto significa que tenemos que pagar tres millones y medio anuales por cada minero que siga trabajando en Hunosa. Y, a cambio de ello, el minero en cuestión no obtiene sino uno de los trabajos más duros, peligrosos, insalubres, desagradables y sin futuro que uno se pueda imaginar.

Para empezar a hacer lo que hace 20 años que habría que haber hecho, el Gobierno se escuda en la obligación impuesta por la CE de ir acabando con las subvenciones. Bendita CE, que ofrece a nuestro pacato Gobierno la coartada que necesita para tomar las medidas que sabe que debería tomar, pero no se atreve. Pero ni siquiera sabe aprovechar bien la coartada, y nos promete un futuro de pérdidas inacabables, en la mejor tradición franquista.

La creación de dinosaurios públicos deficitarios ha arruinado a los países del Este, y a otros muchos, como Argelia o Argentina. No sólo no crea tejido industrial, sino que sofoca la iniciativa privada y el espíritu empresarial. En vez de competir por servir mejor y más barato al consumidor, se adopta una actitud mendicante y violentamente reivindicativa ante la Administración pública, poniéndose la confianza en la sopa boba del Estado más que en el propio esfuerzo e imaginación. Estas empresas de tipo soviético constituyen un lastre para el resto de la economía y un espejismo sin futuro para las zonas en que están enclavadas. Y nos cuestan más dinero en un mes que todas las corrupciones de los políticos corruptos en diez años.

No sé si la defensa de las aberraciones socieconómicas de un dictador de derechas puede considerarse como una actitud de izquierdas. Lo que parece evidente es que tiene poco que ver con el progreso o la racionalidad.

Jesús Mosterín es catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia de la Universidad de Barcelona.

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