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Carmen Maura y Bertrand Tavernier trajeron por fin al gran ausente, el cine

Llegó, como de costumbre, con discreción, sin escándalo ni anuncio previo, por la puerta trasera del Panorama y al margen de los codazos y de las zancadillas de la carrera hacia alguno de los premios. Un documento de Bertrand Tavernier -La guerra sin nombre- sobre las heridas todavía abiertas que la guerra colonialista contra Argelia hizo el en la vida oculta de Francia durante los últimos 30 años y una ficción intimista de Carmen Maura -Así en la tierra como en el cielo, dirigida por la belga Marion Hansel- en diálogo lleno de talento, al mismo tiempo irónico y doloroso, consigo misma trajeron por fin al gran ausente: el cine.

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ENVIADO ESPECIALMientras tanto, en la sección oficial se encendían los motores de la nave intergaláctica Enterprise y al personal se le abrían de nuevo las ganas de tirarle de sus picudas orejas al inefable doctor Spock de Leonard Nimoy. Star Trek, la célebre serie televisiva, festeja estos días su 25º cumpleaños y había que celebrarlo con el estreno de su sexto y, según parece, último, largometraje para pantalla grande. Star Trek VI fue vista, disfrutada y automáticamente olvidada.Lo que no tiene tan fácil olvido es el estropicio que el famoso David Cronenberg hace con la famosa novela de William Burroughs El desayuno desnudo.

Es éste un relato atormentado, muy frágil, y secretamente autobiográfico, que trata de la propia fragilidad del escritor, al que Norman Mailer considera "el único escritor estadounidense vivo del que puede decirse que posee auténtico genio".

Pues bien, Cronenberg atrapa con sus pezuñas el mórbido, dolorido e inerme genio de Burroughs y lo despedaza en una película sin médula ni sustancia, ajena por completo al dolor de lo que cuenta, vacía, amanerada, rutinaria y finalmente aburrida, que una vez más pone patas arriba la vieja cuestión de la degradación que amenaza a la buena literatura cuando es trasladada al mal cine. Es decir, la pantalla considerada como arma sacrílega.

Después de su buen refrito de La mosca y de su intensa e inteligente película Inseparables, donde extrajo del actor Jereiny Irons una actuación inolvidable, cabía esperar de Cronenberg cuando menos capacidad para divertir a la gente y mantenerla en suspenso. Lejos de eso, el cineasta canadiense se ha venido a Berlín con seis latas de adormidera bajo el brazo y, lo que no deja de tener bastante mérito, hizo roncar de sopor a 2.000 espectadores hambrientos de cine con una película llena de ruidos e incluso de estruendos.

No hay procacidad ni gorrinada que Cronenberg no saque a relucir en la pantalla. La película juega una y otra vez con truculencias escatológicas, unas vez insinuantes y otras directamente desvergonzadas. La cámara no se cansa de fotografiar, así como suena, anos, cacas e insectos espachurrados. Y, por su parte, el registro de sonido llega al no va más: recoge los ecos y las resonancias musicales de todo tipo de pedos, que a fuerza de repetirse terminan sonando al oído como inocentes avemarías. No se puede encontrar una muestra más clara de intención de provocar y de impotencia para conseguirlo.

Y, para colmo, todo ésto envuelto en aires de alta y retorcida trascendencia metafisica; y a través de una cadencia cinematográfica estancada, sin sentido de la progresión, inmóvil e ininteligible, que conduce a trancas y barrancas a un resultado final tan pobre que ni ofende.

El día nos ofreció una de cal y otra de arena. La de cal, insistimos, la dieron fuera de la competición cineastas de la talla de Carmen Maura y Bertrand Tavernier. No se entiende que éstos queden fuera del concurso mientras mediocridades como la de Cronenberg aspiran a alguno de los premios. Y, peores cosas se han visto en este y en otros festivales, entra dentro de lo posible que logre alguno.

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