Fincas, muebles, libros
El enfrentamiento entre escritores y editores tiene su origen en la desconfianza. Muchos escritores piensan: "Los editores son todos ladrones y sinvergüenzas; editan diez y te dicen cinco, venden ocho y te liquidan dos". Los editores se defienden de estas acusaciones como pueden. Normalmente con buenas palabras, porque no tienen otro medio de hacerlo. Los escritores, en cambio, se reúnen en múltiples congresos donde analizan muy finamente y por lo menudo la manera de evitar que se les escamotee ni un solo céntimo.Quienes hayan leído esos tres tomos de atrabiliaria biografía que se titulan Recuerdos del tiempo viejo, sabrán que fueron escritos por Zorrilla para demandar una pensión que aliviara el rigor de su vejez, mientras veía cómo otros se enriquecían con su Don Juan Tenorio, de cuyos derechos no vio el buen Zorrilla ni una peseta. Pues bien, poco después de que fueran publicadas las memorias de Zorrilla, Galdós creó su propia editorial, que puso bajo el lema de Ars, natura, veritas; y Blasco Ibáñez la suya, que llamó Prometeo. Ambos eran los autores más leídos del momento, y es de suponer que no querían dejar en otras manos el control de las tiradas ni de las ventas, que de todo se ocupaban ellos. Ellos o sus empleados.
Luego les siguieron otros. Valle Inclán o Baroja, Gómez de la Serna o Juan Ramón Jiménez fueron en algún momento de sus vidas autores y editores de sus propias obras. Ellos mismos o empresas familiares. Gómez de la Serna dijo regalar sus libros a los mendigos, que los usaban de almohada en los bancos del Retiro; y Baroja se quejó a todas horas de ser un escritor pobre. Uno y otro, por razones más o menos poéticas, encontraban eso de una conveniente coquetería.
Representantes
Yo creo que ahora las cosas han cambiado y que de esos asuntos los escritores famosos no se ocupan. Se ocuparán sus representantes, pero ellos no. Por lo general, los que se ocupan de los derechos de autor suelen ser los que menos derechos de autor perciben por las ventas de sus libros, lo cual es una paradoja chestertoniana.
Parece lógico que mientras el escritor vive sea él, o una persona por él designada, quien se ocupe de los asuntos legales de sus ediciones, como parece lógico también que, tras su muerte, de esos mismos asuntos se ocupen sus herederos o las personas por ellos designadas.
Hace unos años los socialistas anunciaron una ley de Propiedad Intelectual por la cual tenían la intención de rebajar de 80 a 50 el número de años, a contar desde la muerte de un autor, durante los cuales los derechos pertenecerían a sus herederos. Era un recorte de 30 años, pero la respuesta fue no sólo inmediata, sino contundente. Entre las voces que protestaron, y digo voces porque se oyeron en todos los rincones de la Administración, estaban las de Soledad Ortega y las de don Julio Caro, heredera una de Ortega y Gasset y el otro de los Baroja. Una y otro escribieron sendos artículos cuyo contenido he olvidado, pero cuya virtualidad debió ser grande porque de 50 años se subió a 60.
Pero el problema no está ni debiera estar nunca en los 80, 60 o 50 años. Imaginemos una ley como ésta: alguien tiene en propiedad una finca, una casa o cualquier otro bien, mueble o
inmueble. Es propietario de eso por herencia, compra o por cualquier otro conducto legal durante 80, 60 o 50 años, al cabo de los cuales se ve obligado a ceder esa propiedad y sus beneficios al común, dejándolo como bien público. Sería una ley absurda. Los bienes muebles e inmuebles de un escritor son sus libros y los derechos que de ellos le devengan a él y a sus herederos. Por tanto, los derechos de autor deberían estar sujetos, a las mismas leyes que rigen el mercado para toda clase de propiedades.
El problema no ha sido, pues, nunca los años, sino los herederos. Es justo que los herederos tengan una propiedad material sobre las obras, pero no una propiedad moral. Es lógico que perciben derechos de autor de su publicación, pero no deberían ser ellos quienes decidan qué, cómo, dónde y cuándo esa obra ha de ser publicada, porque moralmente son tan propietarios de ella como cualquier otro mortal.
Se sabe que no hay un epistolario de Pío Baroja, como tampoco una novela del escritor vasco sobre la guerra civil española, inédita todavía. Muerto el autor, ¿quién decide que una novela es mala o buena, que debe o no ser publicada? ¿El ama de llaves, un sobrino, el Papa? ¿Quién es el propietario de una carta: el autor, el destinatario, el propietario material de ella?
Han tardado 50 años en publicarse El resentimiento trágico de la vida, de Unamuno , porque la familia lo encontraba no sé cómo. Se ha editado, y a todos nos ha parecido que mejor hubiese sido haberlo publicado con las heridas de la guerra abiertas todavía. No se habría encontrado mejor cauterio.
Durante 50 años permanecieron los Sonetos del amor oscuro, de Lorca, de trasunto homosexual. Un buen día, y de manera mínima y en edición no venal de 250 ejemplares, alguien burló la mojigatería familiar y los sacó a la luz en Granada. Los amantes de la poesía lo celebraron con champán, pero si los herederos hubieran descubierto al generoso bandido que los rescató del oscurantismo y la codicia lo habrían llevado ante los tribunales, como llevarían a cualquier otro ahora que para editar o representar la obra de Lorca no se sometiera al rigorismo de esa otra casa de Bernarda Alba. Rigorismo o capricho.
Nuevo 'Índice'
AMGD son las siglas del lema de los jesuitas (A maior gloria Dei) y el título de una novela de Pérez de Ayala sobre la compañía y la vida en un colegio de jesuitas. "Obra partidista, tendenciosa y de escándalo", se dice en ella en el Diccionario de Bleiberg. Tal vez por ello sus herederos la condenaron durante tantos años a la gloria dudosa de un nuevo Índice.
El caso de Valle Inclán ha sido más pintoresco. Es conocida la mala avenencia de sus herederos, que han descuartizado sus obras, tirando cada uno de una extremidad, como en aquellos martirios imperiales. Esto fue hasta ayer, como quien dice.
Uno ha conocido y tratado, por razones editoriales, a los herederos de Gutiérrez Solana, de Cernuda, de Sánchez-Mazas, de Ruano, de Ramón Gómez de la Serna y algunos otros, autores todos tan admirables como de ventas modestas. Entre estos herederos los había locos, tontos, discretos, soberbios, encantadores; algunos odiaban a su benefactor, y otros, la excepción, lo tenían idolatrado. Para la mayoría, sin embargo, en el fondo les era indiferente, aunque había algo que les hacía a todos ellos iguales: sabían de la obra de sus respectivos feudos menos que yo, o el Papa, de la trigonometría, ciencia muy positiva y sorprendente, y suponiendo que el Papa sepa de la trigonometría lo que de otros asuntos.
Babelia
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