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43 FERIA INTRENACIONAL DEL LIBRO DE FRANCFORT

Arenas movedizas

El pabellón español, entre lo blasfemo y lo reverencial

Contrapesados por sacos terreros, del techo penden amplios capotes en amarillo y grana. Todo visitante que desee acceder al pabellón español se ve obligado a dibujar un lance torero que descorre la gruesa cortina. Y, con eso, ya se está en el interior de la plaza. Se pisa la arena del albero (arena playera en este caso) y se contempla en torno el acoso del redondel ya habitado por columnas de libros sobre anaqueles de estaño. Un flujo de diapositivas lívidas, proyectadas sobre discos voladores y una música o unos versos de Lorca, de Zorrilla, de Manrique o de Quevedo, espesan el ambiente de por sí velado por una luz menguada que evoca el aire de un pub dudoso o de una parroquia en Semana Santa.

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Poco más o menos, éste es el primer efecto, entre lo blasfematorio y lo reverencial, que se recibe al ingresar en el pabellón dedicado al libro español en la Feria de Francfort. El arquitecto catalán Alfredo Arribas, y la decisión del Ministerio de Cultura, son la base de la polémica que ha suscitado esta composición. Los libros se ven mal y su selección se aglomera bajo el pobre amparo de una luz a la que no auxilia tampoco una clara disposición de los volúmenes.No es, pues, del todo extraño que un visitante alemán se explicara la oscuridad reinante como una metáfora del secular oscurantismo hispánico. Los alemanes, al parecer, aman tanto el orden que, por ejemplo, cuando suben los impuestos de tabaco siguen pagando el mismo precio por el paquete, sin importarles que el contenido disminuya en uno, dos o tres cigarrillos.

También algunos libros, codiciados por los visitantes, han faltado a lo largo de estos días, pero el asunto importa bien poco entre un lote de 17.000. De otra parte, el libro ha parecido menos como un texto que como un pretexto para el montaje. Ha funcionado menos como sustancia que como ornamento, más como anclaje de la muestra que como un protagonista ensalzado. El conjunto escenográfico, la plástica y lo audiovisual han prevalecido con estruendo, y de esa manera la impresión al entrar y al tratar de permanecer allí se parece a las experiencias alucinatorias que cultivan algunos cuartos oscuros de las instalaciones contemporáneas.

En este sentido, la exhibición puede estimarse como contemporánea. "Había que reunir las raíces con la modernidad", decía el comisario de la muestra, Andrés Amorós, y de ahí -cabe deducir- las proporciones de angustia y desenfado, a un tiempo. "El año pasado", seguía Amorós, "los japoneses presentaron un pabellón de gusto exquisito. Una estética de la simpleza. Pero, efectivamente, la gente pasaba por ese espacio como por un trasluz, sin emociones". El pabellón español ha rehuido el concepto de la elegancia o transparencia para acentuar su capacidad de impacto.

El esperpento

¿Puede derivarse de este modo el esperpento o la astracanada? Pueden derivarse; pero lo cierto es que pocos conocen, a estas alturas, el lenguaje más rotundo para hacerse apreciar por lo extranjero. Lo español manotea todavía entre los tópicos que flotan sobre el exterior y la exasperación por transmitir, desde dentro, una condición nueva. Pero la novedad española -se ha visto en los coloquios- decepciona en buena medida. La mayoría sigue prefiriendo una España diferente donde proyectar unas vacaciones con el mayor grado de exotismo y el corolario es que las agencias de turismo -el Ministerio de Cultura incluido- no pueden desconocer la verdad de esta demanda. ¿Toros? ¿Cármenes? ¿Donjuanes? Sumidos en ese mundo, tanto habría servido para presentar el libro español una corrida con libros-toreros que una paella con libros-langostinos. Libros-libros existen por todas partes. Lo decisivo es el peculiar travestí del libro. Su conversión en un suceso de imagen más allá de la escritura. Lo mismo, por otra parte, puede aplicarse al cartel de la exposición. ¿Cuántos alemanes, holandeses o franceses conocen el rostro de Quevedo? De hecho, lo importante no es la lectura de Quevedo, sino la imagen (ilegible) del suceso.

Acaso por experiencia internacional y no por ignorancia los responsables del montaje han apostado por lo que es tan vulgar para los españoles como inteligible para otros mortales nacidos en el exterior.

En realidad -como decía Ignacio Sotelo en una mesa redonda-, España es una sucesiva invención de Europa. Para los europeos de la Edad Media España fue la España musulmana. Y ya se había asentado esta imagine ría con fuerza cuando en los si glos XIV y XV los españoles pa saron a ser, según denominación provenzal, los catalanes. Comerciantes y soldados que se distinguían como pueblo peculiar en la Provenza. En el siglo XVI España fue absolutamente Castilla, sus ejércitos imperiales de ocupación y su prepotencia en busca de que el sol no se pusiera dentro de sus confines. Durante el siglo XVIII, en opinión de varios historiadores, España no existe en el sentimiento europeo. El fardo de su Siglo de Oro sería una invención interesada de los ingleses para oponer tal patrimonio a la pujanza del pensamiento y la creación franceses. En cuanto a la España del siglo XIX, la diversidad territorial se resume en la peculiaridad andaluza y España fue Andalucía por decenios. O bien, ¿quién refutaría que todavía España pasa por esos tablaos?

Los españoles podrían haber contribuido a esclarecer confusiones, falsas síntesis, pero basta entrar en el pabellón del libro español para tropezar con una segunda columna librero-torera.

¿Cómo luchar contra esto? ¿Peleando, tirándose del mofio, clamando a los cielos, meditando? ¿Qué es España hoy? ¿Una reyerta de autonomías, de lenguas, de tráfico de drogas? ¿Una Taberna del Alabardero -situada en el pabellón español- con camareras vestidas de Tío Pepe y una barra con patatas bravas? ¿Un proyecto? ¿Un modelo de transición política para Chile, Hungría y la URSS? ¿Un coso taurino con arena de Benidorm? De hecho, los alemanes estaban hechos un lío y un miembro de la comitiva que inauguraba la exposición, conocedor de las aficiones hípicas de la infanta Elena presente en ese instante, aclaró a sus compañeros que la elección de un suelo arenoso obedecía al deseo de hacerlo más transitable a los caballos.

Nadie parece contento

La prensa extranjera ha recibido con agrado e incluso con aplausos el montaje espafiol. Sólo los españoles peroran, se indignan o acaloran. Examinados desde el exterior, nadie parece contento, o ha elegido, para afirmar su identidad, una u otra forma de descontento. El espectáculo provocador del pabellón se dobla con el espectáculo procaz de las tertulias. Los europeos probablemente observan esta reyerta con un punto de asombro y una inmensa marea de indiferencia Al cabo, volverán a ser los europeos los que esbocen otra imagen española para el próximo siglo. Indudablemente, todo ello por culpa del enigma de todos nosotros. Es decir, por culpa del espejo de todos ellos.

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