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Tribuna:LAS APARIENCIAS
Tribuna
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Destinatario equivocado

Antonio Muñoz Molina

Hay quien tiene suerte en la vida y hay quien tiene el fario negro, el cenizo, la mezquina hostilidad del azar. Hay quien acierta números de lotería, quien se libra del ejército, quien aprueba a la primera el carné de conducir, quien se pasa la vida robando con habilidad y diligencia y no pierde nunca el respeto de sus superiores ni el cariño de los suyos. Quien tiene la negra, la tenebrosa mala suerte, recapitula como Segismundo la fortuna de los otros y se lo llevan los demonios; qué habrá hecho él, se pregunta con furioso rencor; qué tendrán esos enemigos, los demás, que él no tiene; por qué escapan siempre de la pantanosa desgracia en la que él se ve atrapado, no ahora, sino desde que puede recordar, desde que estaba en la escuela y lo castigaban infaliblemente por la menor travesura mientras otros se fortalecían en el descaro de la impunidad, si alguna vez que ha intentado colarse en el autobús o en el metro lo ha sorprendido un inspector, silos guardas jurados de los almacenes miran siempre con sospecha sus bolsas, si en comparación con tantosque conoce no se ha atrevido a robar ni a mentir casi nada ni obtenido beneficios notables de sus trapacerías, calderilla ganancias tan sórdidas como aquellos billetes sudados y rugosos de cinco duros que había antes, como las que cuentan que lograba el cavernoso libertino Landrú, que después de tomarse el trabajo agotador de seducir a una viuda gorda y solitaria, de llevarla con promesas de matrimonio y de lujuria a una villa en el campo, de aguantar su conversación y sus torpes caricias, de jurarle un amor con énfasis de folletín, de estrangularla, de arrastrarla inacabablemente a un incinerador y rnantener el fuego encendido durante dos días y trajinar con badiles y sacos de carbón, a lo mejor no sacaba otra cosa que la venta de la dentadura postiza de la difunta, 25 o 30 francos que anotaba en su dietario con escrúpulos de contable sin tacha.Hay quien cae siempre de pie y quien se tuerce un tobillo al bajar un peldaño, hay cenizos y gafes de sí mismos que no tienen remedio: un chico sano y cordial hace estallar una carga explosiva al paso de una furgoneta de guardias o le dispara en la cabeza a un brigada jubilado que tomaba el sol y sus amigos lo felicitan y hasta hay señoras cultas y particularmente sensibles que descubren una expresión de dulzura en su cara; un padre de familia se hace rico construyendo bloques de pisos que se agrietan o se hunden o vendiendo aceite para máquinas en envases de aceite de oliva, y los jueces, después de mucha reflexión, no encuentran nada reprobable en su conducta. Un paria, un gafe un cenizo roba una docena de botones en una mercería de extrarradio y lo avergüenzan y tal vez le buscan la ruina, se permite un mínimo desliz y contrae una enfermedad venérea, se asoma al balcón porque ha oído gritos y sirenas en la calle y una pelota de goma lo deja tuerto para siempre.

Después de años de servicio ejemplar, un cartero ve en la oficina de reparto un paquete envuelto en papel de regalo que por algún motivo le parece que contiene algo muy valioso, y al principio ni siquiera duda, no le cuesta ningún esfuerzo resistir la tentación, entre otras cosas porque nada le permite estar seguro de que su contenido justificará el riesgo de quedárselo. El hombre, que a lo mejor todavía no sabe que tiene la negra, que está harto de pasarse la vida repartiendo cartas, giros postales y paquetes de regalos sin recibir a cambio en su buzón nada más que propaganda y notificaciones bancarias, piensa que si el posible beneficio no va a ser muy grande, tampoco lo será el peligro, al fin y al cabo todos los días se pierden cartas que nadie encuentra nunca más y no pasa nada, y en todo caso, como las confusiones son frecuentes, siempre le cabe, en último extremo, la excusa del error: quién no ha abierto distraídamente una carta y ha comprobado cuando ya era tarde que no estaba dirigida a él, no sin rendirse, por cierto, a una sensación de fraude, a un breve desconsuelo postal, pues uno, aunque no escriba cartas, siempre está esperando recibirlas, y no hay lugar más triste que el interior vacío y oscuro de un buzón.

Examina de nuevo el paquete, lo sopesa, juzga con las yemas de los dedos la textura del envoltorio, ese papel reluciente y dorado que ya parece una promesa en sí mismo, y las manos, con una memoria autónoma que procede de la infancia, ya preludían con nerviosa codicia el momento de abrir y rasgar, la emoción antigua de los envíos misteriosos y los cofrescerrados. El hombre guarda el paquete en su cartera y repite su itinerario de todos los días, con el ensimismamiento de las decisiones clandestinas, con esa sofocante inquietud que trastorna a las personas honradas cuando están a punto de cometer una discreta fechoría y que Patricia Highsmith ha llamado el temblor de la falsificación. Llega al portal de su propia casa, mira en el buzón la tarjeta en la que están escritos su nombre y el de su esposa, y al levantar la tapa de la cartera y ver entre los mazos de correspondencia el paquete de envoltorio dorado tiene un último sobresalto de honradez al que sus manos no obedecen: mira a un lado y a otro, no ve a nadie en el portal, tan desierto y sombrío a media mañana como un buzón en el que nunca hay cartas, introduce cuidadosamente el paquete en la ranura metálica, procurando que sus filos no dañen el papel de regalo.

Luego se marcha, impune, esquinado, fugitivo, como si saliera de un prostíbulo, sigue repartiendo cartas por el vecindarío y se pregunta de nuevo qué habrá en el interior del paquete, casi nada, seguro, un libro o una caja de pañuelos, qué pensará su mujer cuando abra el buzón y lo vea, cuando no tenga paciencia para deshacer el nudo artístico como de caja de bombones y lo corte con las tijeras o desgarre el papel con las manos. Todavía no sabe que el mal fario lo sigue desde esa mañana con la impertinente lealtad de su sombra; hasta que vuelva a casa y vea la puerta abierta y el humo y la sangre no sabrá que ese paquete contenía un libro y una cierta cantidad de material explosivo cuyo destinatario era sin duda uno de esos hombres que tienen suerte en la vida y caen siempre de pie, porque incluso cuando está a punto de acertarle la desgracia, cuando unos enemigos anónimos le envían un paquete que al abrirlo le estallará en las manos, interviene el azar en el último minuto, como el héroe que rescata a su dama de una fosa con caírnanes, y hay un cartero que decide sustraerle ese regalo de metralla y atesorar para sí el infortunio y la vergüenza.

En el suelo del recibidor, entre las señales del desastre, hay un libro parcialmente quemado por la explosión, el que contenía el paquete. Siempre me pregunté si los expendedoresde cartas bomba aprovechaban el envío para incluir en ellas algunas frases insultantes: ahora he sabido que esta vez el regalo homicida iba acompañado de una novela excelente y no muy leída en España, El buen soldado, de Ford Maddox Ford. Una novela que trata de la mentira, de la crueldad y el sufrimiento que pueden habitar en las horas más felices de la vida diaria y en el sosiego de los mejores balnearios internacionales, de la tortura administrada por la cortesía, del horror que algunas veces se esconde tras las sonrisas de una cena de matrimonios amigos, bajo el envoltorio satinado de las apariencias. Me pregunto si quien lo envió lo habrá leído, si lo eligió por eso.

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