Don de poeta
Llegó, por fin, el reconocimiento a Octavio Paz y con él la afirmación también de un trans-español oreado por las dispares culturas del mundo, captadas en una afinidad cuyo secreto común es, sin duda, don del poeta.Es un reconocimiento irradiante. Ningún continente, en efecto, como el americano viene a reunir tanta pluralidad y esfuerzo, en sus más verdaderas voces, por pronunciarse. Y por hacerlo en tensión con el Norte práctico y eficaz en tantos sentidos que el hecho de ganarle la mano, por una vez más, en el artístico, produce una compensación jubilosa.
Octavio Paz ha sabido guardar los ecos de las huellas primeras europeas, españolas, en su tierra; de la tensión, asimismo, entre la América anglosajona y la latina, y ha ofrecido una visión impecable del mexicano en su Laberinto de la soledad.
No es casual apuntar un ensayo a propósito del poeta; con dicha mención se atiende al papel de soporte que la dimensión discursiva y de aireamiento cultural ocupa en la producción del gran autor hoy galardonado.
Indagador de la palabra y buceador en sus resonancias hacia un sentido que procura superarlas, dejándolas en la virtualidad de sus íntimas correspondencias.
Conciencia precisa de sus combinaciones. Esta dimensión de conocedor sensible y sutil se acompaña de dos factores que enriquecen la producción y hacen de ella un balance poético del siglo: la experiencia y la entrega a las mentalidades más diversas.
Ladera este, por ejemplo, es uno de los pocos libros occidentales que saben sintonizar con la cultura de la India hasta el punto de "asociársela" en poemas como Viento entero y Domingo en la isla de Elefanta.
Octavio Paz se convierte así en una suerte de escritor docto, capaz de la especulación teórica, comentarista agudo de relaciones entre poesía y pintura (Miró, Magritte ... ) y creador poético paradigmático gracias, sobre todo, al poema Piedra de sol (1957), por lo que tiene de recapitulación selectiva o filtro, mejor, de sus experiencias y producción previas.
Guerra civilLo existencial y la obra confluyen en los casi 600 versos del poema. Significativamente, en la parte central, la evocación emplaza la guerra civil española. Pero el hombre en el poeta gira entre los elementos y sufriendo los embates de la escisión del vivir contemporáneo, entre la enajenación y el deseo de volver cada vez con mayor intensidad al punto de la máxima concentración.
La figura del yo es una tensa indefinición entre la disolvencia y el propósito , que se frustra en la misma reiteración de comprenderse; el hombre es tránsito orgullosamente efímero de entender la vida como fruto y absorción sensuales.
La huella de Darío (lejos... pero sabiamente inserta a veces, como en Viento entero) y de las vanguardias, y del Eliot aventador desde su tierra baldía de las ciudades sin dueño, se articula en Octavio Paz con virtuosismo estructural.
Piedra de sol acaba y empieza como un retazo en vilo extraído de un precipitado mental insomne. El final reitera el principio. Las palabras llevan a las palabras.
Aparte de tantos ensayos extraordinarios, El arco y la lira y Los hijos del limo suponen referencias imprescindibles para la circulación elemental de cualquiera interesado en las letras.
La vinculación con el romanticismo, la evaluación del modernismo en el segundo título permiten volver a viejas reflexiones con redoblado vigor. Ese carácter de agitación interdisciplinar hace de Paz uno de los Nobel más representativos como emblema del poeta y del intelectual, testigo de su momento y avizorador de los cambios en la historia.
Lo testimonial y lo profético se han fundido en una figura que me recuerda unos versos de Gabriel Ferraté: "Oh Borges, oh Lowell, oh patricis americans". Con el aroma del Nobel Paz ha ascendido ya a patriarca de las letras occidentales.
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