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No encerréis el catalán

Xavier Vidal-Folch

Con periodicidad casi previsible, la termita del centralismo más ramplón corroe la arquitectura de la casa común española, frecuentemente en consonancia y mutuo apoyo con ciertos accesos de gripes independentistas. Es lo que parece haber sucedido en el II Congreso Internacional de Historia de la Lengua Española, celebrado recientemente en Sevilla. En él se rechazó solemne y ridículamente una propuesta de carta al Ministerio de Educación por la que se pedía la creación y dotación de plazas de profesores de filología catalana, vasca y galaico-portuguesa en las universidades españolas que lo solicitasen.Algunos de los sabios reunidos razonaron ignaramente su negativa aduciendo que eso equivalía a violar la autonomía de las universidades. Tan angosta moral administrativa se revela argumento de doble doblez. No es sano que las excusas competenciales primen sobre las necesidades científicas, culturales y docentes. Y menos aún si estamos ante falsos argumentos burocráticos, porque se trataba de solicitar la disponibilidad de instrumentos y recursos (plazas, profesores, libros) para las universidades que lo deseasen, y no de imponerles nada. Así, para quien calificó de "intolerable" e "inaceptable" la propuesta de los lingüistas periféricos, ni un solo adjetivo. En todo caso, la recomendación de lecturas sobre la tolerancia y la inquisición (Voltaire, Henry Kamen) y la Constitución española de 1978.

Hasta llegar a ésta, los tratamientos oficiales otorgados a la más potente de las lenguas minoritarias de España, la catalana -pero vale el esquema para el eusquera y el gallego-, en los últimos 250 años se resumen en dos. Uno, tratar de aniquilarla o marginarla, imaginativa receta que empezó a aplicarse con la Nueva Planta de 1714 y que esforzadamente profundizaron las dictaduras de Primo y de Franco hasta llegar al borde de un auténtico genocidio cultural por la vía de la prohibición manu militari de la lengua. Muy otro fue el tratamiento de las etapas democráticas, de forma que con el Estatuto republicano de 1932, logrado por Cataluña con el apoyo azañista y socialista, se llegó a una situación de tolerancia para el uso y desarrollo del idioma catalán en el ámbito territorial propio.

Esa misma comprensión y tolerancia se repiten históricamente en nuestra actual democracia. Pero el mandato de la Constitución de 1978 va más allá del reconocimiento oficial de dichas lenguas en el ámbito territorial catalán, gallego y vasco cuando proclama que constituyen un patrimonio cultural común "que será objeto de especial respeto y protección".

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Y si el desarrollo del catalán en Cataluña es bastante saludable, porque (pese a los inevitables masoquistas y agoreros) su salud mejora y porque ello merece ser saludado, no ocurre lo mismo en el conjunto de España, a salvo de algunas iniciativas, como los cursos semanales en las páginas de este periódico o en la radiotelevisión pública.

Esta indigencia constituye un perjuicio para todos. Ni se consigue el beneficio de un enriquecimiento del patrimonio común: Riba y Foix, Rodoreda y Villalonga, Rosselló Pórcel y Martí Pol siguen siendo grandes desconocidos en muchas universidades hispanas. Ni se colabora en hacer más inteligibles las cuestiones de Cataluña en toda España.

Es cierto que las erupciones de nacionalismo radical político y que los concomitantes sarpullidos de la tentación monolingüista -fenómenos ambos minoritarios en el Principado- retroalimentan desde Cataluña al más retrógrado nacionalismo español. La pendular pulsión catalana hacia el repliegue introvertido o hacia la expansión creativa (la pasión por Bolívar o el aprendizaje de Bismarck) tiene un reflejo especular en las actitudes de admiración o de temor que hacia lo catalán se despliegan desde la cultura política castellanohablada.

La soberbia y el complejo de inferioridad simultáneos o sucesivos de las clases dirigentes catalanas desde hace siglos obtiene su correlato en ciertas apreciaciones desde otros lugares de España: el ditirambo (hacia lo industrioso, lo laborioso) o el desprecio (lo ahorrativo, lo pequeñoburgués, lo calculador), todas ellas características supuestamente indelebles de una psicología catalana, cuando en realidad se trata de valores quintaesenciados por el carácter relativamente prematuro y vanguardista de la revolución industrial y burguesa en Cataluña.

Algún día el comarcalismo liliputiense aún presente en Cataluña se curará con la siempre eficaz terapia de la lectura y los viajes. Importa subrayar que la presencia del idioma catalán en el mundo va en muchos casos de la mano del idioma castellano. Las plazas de profesor y de lector de catalán en las universidades alemanas, norteamericanas o escandinavas son frecuentemente creadas dentro de los departamentos de español o como división o desarrollo de éstos. La realidad práctica -que nada tiene que ver con las ensoñaciones- indica que muchos se acercan a lo catalán, a esta lengua que hablan en sus distintas modalidades cerca de nueve millones de personas, como parte de lo hispánico, como un foco original de atención dentro del grupo de 300 millones de hispanohablantes.

Si eso es así, que lo es, todos los discursos y estrategias tendentes a enarbolar la afirmación del catalán como negación del castellano no sólo constituyen una zancadilla de lesa patria a la causa del idioma catalán (o gallego, o eusquera). Suponen algo peor: una inmensa equivocación, la que consiste en ladrar y no en cabalgar.

Justamente lo que acaban de practicar bastantes de los lingüistas españoles reunidos en Sevilla. Estos sabios recluidos sobre sí mismos soslayan culpablemente la vergüenza de que el catalán sea enseñado en un centenar de universidades extranjeras y sólo en una decena de españolas del área no catalana-valenciana-balear (Granada, Santiago, Murcia, Zaragoza, Madrid, la Pontificia de Salamanca), y aún en precarias condiciones, pues entre todas ellas sólo disponen de un profesor titular de Filología Catalana. Estos sabios de salón ignoran el- interés filológico (el conocimiento de una lengua hermana) o práctico (su intención de instalarse en Barcelona, o en Valencia, o en Palma de Mallorca) de algunos de sus estudiantes. Estos expertos de sí mismos olvidan que pronto se reparará el entuerto del Gobierno y se incorporará el catalán al programa comunitario Lingua. Ignoran también que más tarde o más pronto se hablará -como el gallego y el eusquera- en el Senado como símbolo de la voluntad de éste de convertirse en cámara territorial. No saben que el Rey lo entiende y lo lee y que el Príncipe seguirá a buen seguro ese camino.

Encerrar el idioma catalán en sus estrictos límites es encerrar al pueblo catalán. Pero también es amputar a todos los españoles de más amplias posibilidades de expresión y de saber. Y España no debe ser una cárcel de lenguas.

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