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Más allá del muro de Berlín

El vértigo sacude Europa; el derrumbe del muro arrastra en su caída toda la mitología que ha nutrido planteamientos ideológicos y posiciones políticas durante el siglo XX. En los balances apresurados, que el paso de los días hace caducos, a veces aparece la tentación de recurrir al fracaso del modelo estalinista. Nadie discute que se trata de algo mucho más profundo: el rechazo tajante del comunismo de Estado, que ha demostrado plenamente su inoperancia junto a la superchería; desde la gestión económica, que se llamó corrupción, hasta la participación política, que no fue más que totalitarismo. De todos los espectáculos que en estas apasionantes jornadas desfilan ante nuestra mirada, quizá el más exultante sea el del mismo mecanismo del proceso de cambio. Cuando los profetas del pensamiento cibernético auguraban la llegada del mundo mecanizado de Huxley, son los pueblos, hombres y mujeres, los que se ponen en marcha para hacer efectivo el lema revolucionario de 1789 en Francia; nadie soñaba tan espléndida celebración para conmemorar el bicentenario. Y todo ha ocurrido sosegadamente; entre otras razones, porque durante 50 años hemos estado alimentados por la falsificación ideológica. No existía el leviatán del Estado comunista; se vivía, sencillamente, en la colusión Estado-partido, y cuando el segundo desaparece, se comprueba que no existía el Estado, sino una práctica burocrática policial que encubría su ausencia. Afortunadamente, el cambio está siendo posible porque los hechos lo demuestran, desde Berlín hasta Sofía- supervivían unas sociedades civiles que están supliendo la carencia de estructuras estatales, al tiempo qué rechazan el sistema militar impuesto por el Ejército soviético y, coherentemente, recuperan su memoria y su tradición histórica.Motor del cambio

No es, como alguno proclama apresuradamente, el fin de las ideologías; es la negación, por la fuerza de la razón, de un sistema que además de impuesto era agobiante e ineficaz. No puede olvidarse que el motor del cambio ha sido la Unión Soviética, donde no hay intromisión extranjera que rechazar y donde tampoco existe memoria colectiva de un sistema pluripartidista. Es, sin más, la condena de un sistema que, desde sus inicios, demostró su perversión. El estalinismo no fue una práctica errónea o desviacionista: el sistema estaba viciado de origen. La realidad del universo concentración ario se engendró al mismo tiempo que se producía la conquista del poder en 1917. El temprano y nada sospechoso testimonio de Rosa Luxemburgo, escrito poco antes de su asesinato, en 1919, y publicado con no poco escándalo en 1922, cobra ahora toda su dimensión: "En lugar de instituciones representativas, Lenin y Trotsky han impuesto los soviets como única representación verdadera de las masas trabajadoras. Si se ahoga la vida política en todo el país, se paralizará toda vida en los soviets. Sin elecciones generales, sin libertad de prensa y de reunión ¡limitada, sin una lucha de opinión libre, la vida se marchita en todas las instituciones públicas y la burocracia se convierte en el único elemento activo".

Sin embargo, el proyecto socialista continúa siendo un reto. El triunfo del principio de la libertad es una etapa indispensable e indisociable de la meta igualitaria. No se plantea, como desean augures interesados, la condena de una aspiración que permanece en pie; tampoco, como proclama algún trasnochado, de retornar a la vieja polémica que, a principios de siglo, dividió a la clase obrera europea de la mano de sus mentores intelectuales. Es, con la simpleza de las citas con la historia, el intento nunca conseguido de construir un socialismo democrático que, profundizando en las libertades conquistadas, sepa compaginar libertad con igualdad.

Pero los sucesos no se agotan en el replanteamiento del debate ideológico. La desaparición de las sardónicamente, llamadas democracias populares y el proceso transformador que vive la URSS relegan al pasado el mecanismo rígido que ha imperado en Europa durante los últimos 50 años. Por fin, tardíamente, se cierra el ciclo iniciado en 1945. Los europeos, en un continente que no quiere fronteras, descubrimos el engaño mitológico que nos ha mantenido atenazados. El imperio del mal, símbolo demoniaco de la guerra fría, se diluye como un azucarillo. Las divisiones soviéticas nunca desfilaron por los Campos Elíseos; su destino eran las calles de Praga y Budapest. La OTAN se ha quedado sin su referente del Pacto de Varsovia, que acaba de autocondenarse por su intervención en Checoslovaquia en 1968. Europa Central afirma, apoyándose en los hechos, que sólo fue oriental por imposición militar. El desarme, hasta ayer utopía, avanza inconteniblemente, mientras los estrategas de la militarización del pensamiento se aferran a posturas ya condenadas por los pueblos. El desmantelamiento de los bloques militares puede que no sea para mañana mismo, pero el pacifismo ya no es un refugio de pecadores ni tampoco la cloaca de los vendepatrias.

La cuestión alemana

En el corazón del debate, en el centro de Europa, está nuevamente la cuestión alemana. Su división en dos Estados fue la resultante del entendimiento entre Washington y Moscú, apoyado fervorosamente por París y Londres. Nadie discute la monstruosidad del III Reich, pero así como no hay pueblos elegidos por Dios, tampoco los hay condenados para siempre por sus crímenes históricos. La división y una ocupación militar de casi medio siglo parece castigo suficiente para el genocidio justamente condenado en Nuremberg. La realidad de la nación alemana es un hecho cuya evidencia no se puede ni se debe ignorar. Cierto que el espanto está aún muy vivo entre los que sufrieron la pesadilla sangrienta de Hitler, pero parece que, en los recelos actuales, más que al resurgir militar se teme a la potencialidad económica de los dos Estados unidos en una sola Alemania.

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Sería necio desconocer que los procesos en curso, desde Berlín a Moscú, ponen en cuarentena el proyecto más ambicioso de Europa occidental: su designio comunitario. El espacio único europeo de 1992 no tiene obligatoriamente que paralizarse, pero deberá situarse bajo nuevas coordenadas. El que los países europeos que inician su tránsito a la democracia aspiren a incorporarse a la Comunidad Europea es la confirmación de su éxito. Posiblemente, instrumentos que parecían desechados, como el GATT, demuestren su utilidad para el período intermedio que se avecina. A la entrada de Bruselas ya se ha organizado una lista de aspirantes a los que no se les puede dar con la puerta en las narices.

El revisionismo que recorre Europa no sólo concierne a lo económicoo y a lo militar. También pone sobre el tapete cuestiones nacionales y fronterizas. Toda amputación nacida de una guerra es, por su propia naturaleza, injusta. La aparición de irredentismos radicales, en el centro de Europa y en los Balcanes, puede hacer que reivindicaciones nacionales legítimas degeneren en movimientos nacionalistas de espectro totalitario y belicista. Ahora se presenta la oportunidad de dar contenido a idearlos federativos que hagan progresar el proyecto de la Europa de los pueblos. Una administración inteligente del Acta Final de Helsinki (1975) puede ser el mejor corrector a posibles tendencias centrífugas. Entramos en un proceso en el que es fundamental la economía de los plazos temporales y su ajuste con las exigencias históricas. El entendimiento de las fronteras como puentes que unen y no como líneas divisorias y militarizadas.

Al otro lado del muro de Berlín habitaban los fantasmas del pasado, pero también se encuentran todas las demandas imprescindibles para que la vieja Europa recupere su dignidad histórica y su identidad cultural. No es la muerte de las ideologías ni tampoco el advenimiento del paraíso para los contados pobladores de nuestra Isla del Tesoro. El desafío es la articulación de una nueva propuesta ideológica de paz y de progreso, junto a la construcción de un edificio armónico y justo. Conjugar, en definitiva, libertad con igualdad. Si se consigue, por fin habremos logrado articular socialismo con democracia. Por lo demás, el nuevo sueño no puede concluir en el escenario europeo. La perfección o la felicidad de unos pocos nunca puede edificarse sobre la injusticia, sobre la explotación de los otros, de los no europeos.

Roberto Mesa es catedrático de Relaciones Internacionales de la universidad Complutense.

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