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Tribuna
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El enseñante discreto

Si a mí me preguntaran qué condición imprescindible ha de tener un crítico, diría sin dudarlo que la generosidad, y no como talante personal, sino como técnica, como instrumento, de análisis y comprensión necesario para el dominio cabal de la profesión.Un buen crítico no es, a la postre, otra cosa que un buen juez, alguien cuya formación y sanos criterios le permiten valorar las obras ajenas sin condicionamientos sectarios, tarea bien delicada y difícil, si no la más entre humanos.

En eso la trayectoria de Ricardo Gullón -que, por paradoja, pertenece a la carrera fiscal- ha resultado paradigmática. Gullón descubre lo oculto, ilumina lo oscuro, exalta lo latente y es capaz de apreciar en igual medida obras tan aparentemente dispares como la de Benito Pérez Galdós y la de Juan Benet.

El lo ha expresado mucho más ajustadamente que yo en su modélico discurso de recepción del Premio Príncipe de Asturias: "El enseñante discreto facilita la comprensión del texto mediante asociaciones esclarecedoras de su sentido".

Ricardo Gullón no había resultado muy favorecido por un cierto tipo de honores. Su firmeza, su esclarecimiento, su carácter veraz, le hacían sobrevolar a mucha distancia de los halagos institucionales, tantas veces bisutería para complacientes o distraídos... De ahí nuestro especial contento de hoy: una voz netamente independiente ha entrado en la Academia. Una voz cuyas apreciaciones, fundamentadas y elocuentes hasta el límite de lo bello, han sabido sustentarse siempre, sin embargo, sobre un fondo personal de extraordinaria nobleza, del mismo modo que el desarrollo físico del atleta sólo es posible a partir de una estructura corporal adecuadamente musculada.

Paso saludable

Y algo, o mucho, de atleta, de una peculiar forma de lo atlético, tiene Ricardo Gullón. Y ésa fue la impresión primera que yo tuve cuando le conocí, hará unos 10 años, tal vez a principios de 1978, porque él todavía residía en Chicago, en cuya universidad enseñaba, con esporádicas visitas a Madrid, y yo acababa de quedar finalista en el Nadal de 1977. Así recuerdo cómo, a poco de presentamos, se interesó por mi novela. Estábamos en un restaurante de la calle de Fernando VI, hoy desaparecido. Dámaso Santos había querido presentarnos. Por entonces aún Sabino Ordás publicaba sus artículos en el suplemento cultural del diario Pueblo, y Ricardo tenía curiosidad por conocer a quien siendo de edad tan provecta manifestaba espíritu tan rebelde. Cuando llegué al restaurante, Dámaso y Ricardo ya se sentaban a la mesa. Ricardo se levantó para estrecharme la mano, y lo primero que llamó mi atención fue su porte atlético, la aventajada estatura -vestía entonces una chaqueta de sport de tonos verdes-, y en seguida, la hospitalidad de su sonrisa...Esas dos notas me bastaron para empezar a entenderle. Tiene Ricardo Gullón modos de deportista en constante forma, modos que se manifiestan en la diligencia con que acomete cuanto hace, así en la conversación, animosa y jovial, propia de quien posee una juventud indestructible, o en la calle, caminando a paso rápido, a paso saludable y magnífico...

Juan Pedro Aparicio es novelista, autor de El año del francés.

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