"Me habéis devuelto la vida"
Ella sabía que éste era su último viaje. Por ello se empeñó en hacerlo, desafiando su cuerpo enfermo, muy amenazado tras la reciente operación con la que había intentado luchar contra el cáncer. Quiso hacer el viaje, y hacerlo bien. Exigió, con su dominante voz ronca, un buen traductor., un coche siempre a su servicio, un maquillador de su confianza, y un televisor en el cuarto. Con sólo este material se dispuso a hacer su último trabajo.Llegó a San Sebastián bajo un sol de justicia, esperada por un centenar de fotógrafos. No había querido ser vista en el aeropuerto, donde hubiera sido imposible ocultar su necesaria silla de ruedas. Al estacionar su automóvil a la puerta del hotel, cansada tras cuatro días de viaje, descubrió, a tres metros (le los fotógrafos, un par de bonitas farolas. Sus diminutas piernas, que apenas podían sostener un cuerpo tan mínimo, se hicieron, (de pronto, muy fuertes. Apoyándose enérgicamente en la mano de su acompañante, se dirigió decidida a la farola.
Sujeta, segura, pisando firme, se irguió de forma mágica, saludó con un brazo amplio y bello, y gritó a la concurrencia un "buenas tardes" sonoro, cordial, hermoso. Era, efectivamente, Bette Davis, la gran e irrepetible Bette Davis.
Los fotógrafos, cómplices y admirados, respetaron el secreto a voces de la invalidez de la genial estrella, y ella, como agradecida, subió por sí misma la escalera del hotel, rechazando esa silla que no huibiera dado cumplida cuenta de toda su grandeza. Ovacionada, piropeada, abandonó ya para siempre la menudencia de su destruido cuerpo, siendo, hasta su marcha, la fiel representante de sí misma, de su carácter de hierro y de su sensibilidad de mujer desvalida.
Se encerró en su habitación
Entera y sabia
El estupor de la anciana se tradujo en un enérgico discurso que improvisó ante ellos: "Yo no les he hecho nada. Me he preparado para ustedes". Y entró en la sala esperando que aquellos hombres rectificaran su actitud. Un joven con su cámara fue e¡ primero en entrar. Le siguieron luego casi todos. Al final, entre risas y tabaco, se dirigió al muchacho, recordándole: "Fue el primero. Ahora posaré sólo para usted".
Vio en la televisión que otros actores entraban por la, puerta principal del Victoria Eugenia para recibir el saludo de los espatada nzaris. No quiso ser menos, y por su pie, de nuevo, se engalanó para la noche en que recibió el Premio Donostia. Se improvisaron escaleritas donde no las había, y se decoró con sillas y veladores el largo trayecto entre la entrada y el escenario. Pero a él llegó entera, sabia, reconvertida por los aplausos en el gran mito del cine que nunca dejó de ser. Ya había advertido en la rueda de prensa a la pregunta de por quién quería ser acompañada en el escenario que, "la verdad, preferiría subir sola".
Jaime Azpilicueta había inventado para ella un mueble en el que apoyarse y aparecer tras el telón repitiendo su imagen de vampira tierna, de mujer dura y bella. Fumando con gestos que son patrimonio de ese glamour que sólo el Hollywood de aquellos años supo ofrecer. El público se levantó de un golpe, vitoreando, aplaudiendo, agradecido ante aquella imagen que es toda una historia (que es parte de nuestra historia), impoluta, fresca, eterna, lejos de ese cáncer Implacable, de ese dolor constante que todos sabían.
Bette Davis existió aquella noche en el escenario del Festival de San Sebastián con toda la majestad que le ha sido propia a lo largo de toda su gran carrera. Habló en inglés cuando consiguió calmar la ovación y confesó a los espectadores su sorpresa cuando supo que en España era conocida como "la loba", título bien lejano al de "little foxes" original.
Se rió feliz en todo momento, y cuando el telón bajó, ese cuerpo menudo, ahora grande y henchido, era un manojo de nervios, de emoción: "No me dejaban hablar. Había miles de fotógrafos... Hacía muchos años que yo no subía a un escenario... Es la noche más grande de mi vida".
Disfrutó en la rueda de prensa con preguntas que le parecieron inteligentes, a pesar de sus curiosos nervios de colegiala, que le hacían mover las piernas bajo la mesa, como en un examen. Pero susurró a la secretaria un mensaje que se fue deslizando por la mesa entre las personas que ella misma había decidido que debían acompañarla. "La rueda de prensa se puede prolongar media hora más".
Y al acabar, confirmando efectivamente que vivía momentos felices, estrechó la mano de cuantos se le acercaron. Y prometió a todos las fotos dedicadas que le pedían, promesa que ha cumplido en su cuarto, pacientemente, después de su última aparición en público.
Ésta fue en una cena íntima con las autoridades locales y del festival: ocho personas. Volvió a aparecer preparada con sabiduría, elegante y alegre, disimulando siempre can inteligencia la necesidad imperiosa de un punto de apoyo.
Conversó hasta los postres, elogiando a su amigo James Stewart, soñando a veces con otros tiempos ("los 60 se llevan muy bien; los 70 son algo más pesados, pero vivir los 80 es algo realmente horroroso"), recordando a Jane Fonda, con quien esa misma tarde había coincidido en TVE: "Rodando Jezabel, Heriry Fonda había estipulado en el contrato que si nacía el hijo que esperaba debía abandonar el rodaje. Y así lo hizo. Tuve que rodar algunas escenas frente a un poste porque él se había ido. Fue Jane quien nació entonces. Es una buena chica y tiene talento".
Los ojos
Habló constantemente, celebrando la comida y la libertad de poder fumar, haciendo chistes sobre el matrimonio y sobre si misma ("¿mérito en mis ojos? fueron obra de Dios, papá y mamá", "¿que si estoy maquillada? por Dios, si estoy maquillada"), dando las gracias mil veces, y descubriéndonos que, sin que nadie lo supiera, ya había dado una vuelta por San Sebastián.
Al final, sus vivaces Ojos de mar se desesperaban de la asincronía con el resto de su cuerpo, que le pedía descanso. Se retiró besando a todos. Apoyada en el brazo de su secretaria, cruzó la puerta del comedor. Sus piernecillas aupadas en la silla de ruedas, cruzando un momento el dintel, fue la última imagen. Sabíamos que era dificil volverla a ver, y nos entró un escalofrío cuando supimos que había dicho: "Muchas gracias. Me habéis devuelto la vida".
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.