Gaddafi y Daniel Ortega exaltan en Trípoli las revoluciones de sus dos países
ENVIADO ESPECIAL El coronel Muammar el Gaddafi se fundió en un largo abrazo con el presidente nicaragüense, Daniel Ortega, cuando éste terminó su discurso ante el Congreso General del Pueblo, o peculiar Parlamento de la Yamahiria, o República de masas libia. Ambos hombres alzaron sus manos unidas para simbolizar la amistad entre las revoluciones libia y nicaragüense, a la que había dedicado su intervención el comandante sandinista. Ortega fue el único jefe de Estado no árabe o africano que participó ayer en los actos conmemorativos de 20º aniversario del golpe de Estado que el 1 de octubre de 1969 llevó al poder a Gaddafi que entonces era un capitán de 27 años.
"Con el hermano Gaddafi", dijo Ortega, "hemos compartido momentos duros. El imperialismo ha hecho la guerra al pueblo libio y al pueblo nicaragüense. Reagan intentó matar las revoluciones libia y nicaragüense, pero ¿dónde está ahora Reagan?". Gaddafi levantó el puño y sonrió felizmente al escuchar el final del párrafo de Ortega: "Reagan se fue y Gaddafi se quedó".Gaddafi, había reunido por la mañana a sus invitados extranjeros en la sede del Congreso General del Pueblo para hacerles participar en una exaltación de su revolución. Sólo faltó el rey de Marruecos, Hassan II, que, poco entusiasta de este tipo de actos, prefirió quedarse en su camarote del Marraquech, el crucero que le había llevado a Trípoli. La noche anterior el monarca tampoco había asistido en la ciudad deportiva a un espectáculo de masas, de contenido y estética socialistas y tercermundistas.
En el Congreso General del Pueblo, flanqueando al militar libio, del que el egipcio Gamal Abdel Nasser dijo al poco de su llegada al poder que era "escandalosamente puro e inocente", había casi una veintena de jefes de Estado. Estaban el tunecino Ben Alí y el argelino Chadli Benyedid, socios de Gaddafi en la Unión del Magreb Árabe, y el sirio Hafez el Asad, crecientemente impopular en el propio mundo árabe por su negativa a aceptar el alto el fuego en Líbano. También estaba Yasir Arafat, el líder palestino cuya moderación es mal vista en Trípoli. Y, sobre todo, junto a Gaddafi había una decena de jefes de Estado del África subsahariana, entre ellos los de Gabón, Mozambique, Ghana, Burkina-Fasso y Uganda.
Para Gaddafi el cumpleaños de su revolución ha supuesto, por tanto, un cierto éxito de convocatoria. A falta del presidente mauritano, Uld Taya, retenido en su casa por el conflicto con Senegal, la Unión del Magreb Árabe, nacida el pasado febrero en Marraquech, está prácticamente reunida en Trípoli. El encuentro de Hassan II, Ben Alí, Chadli Benyedid y Gaddafi no puede considerarse una cumbre de esa organización, pero expresa la voluntad de sus socios de seguir adelante con el laborioso proceso de unificación de los países árabes del norte de África. Por eso el rey de Marruecos y los presidentes de Argelia y Túnez han aceptado la invitación del coronel.
Gaddafi ha probado también que sus ayudas económicas le otorgan su parcela de influencia en el África negra. En cambio, ha pinchado en hueso en Occidente y en el campo árabe moderado. La presencia del ministro italiano de Asuntos Exteriores y del español Luis Yáñez, secretario de Estado para la Cooperación, ha sido interpretada como un gesto de buena voluntad de ambos países, pero la ausencia de delegaciones de alto nivel de los otros miembros de la Comunidad Europea y de la OTAN ha revelado que Occidente sigue desconfiando profundamente del militar beduino, ambicioso de un liderazgo revolucionario universal. En cuanto a los árabes, sólo el rey Hassan II de Marruecos ha representado a las monarquías. El rey saudí Fahd optó finalmente por no viajar.
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