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Tribuna:LA QUEMA DE UNA NOVELA / y 3
Tribuna
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Estrategia creativa

No sólo perdí manuscritos. Perdí dos o tres bibliotecas enteras, las que, al desaparecer yo por el embudo de la diáspora, se convirtieron en bienes de difunto. De esos árboles de letras caídos en abandono todos hicieron leña. Los inviernos son duros en cualquier parte.La humareda de esas quemazones forzosas me ha perseguido a lo largo de mi vida errante por extraños países. A veces, mis ojos se vuelven al pasado y lagrimean irritados por tanto humo. Suelo soñar a veces con filmes en los que invariablemente aparezco en el papel del traidor o de la víctima, caminando a través de las llamas de un infierno dantesco. El último círculo. no es el de la fábula teológica del Dante, sino el mito de la Tierra-sin-Mal de los guaraníes. El mito del lugar que se llevó su lugar a otro lugar. El mito del fuego que nunca se apaga. Tal vez de aquí provenga mi relación doméstica con el fuego, simbólico o no. Quemé los originales de la versión inconclusa de El fiscal porque, al igual que en los demás actos de la vida, también un acto artístico o literario puede resultar fallido. Sólo que, claro está, los actos equivocados de la vida no pueden ser quemados. Sólo juzgados en ausencia. Lo cual no prueba sino que la obra artística o literaria es una realidad artificial, ficticia o facticia. Sobre todo, cuando resulta mal hecho o no está lograda con referencia al proyecto entrevisto o soñado obsesivamente por el autor. En este caso, un cuadro, un libro, una partitura, forman una realidad segunda equivocada o equívoca que el maremágnum de la industria cultural hace pasar por buena.

Tal acto fallido testimonia contra el autor y le exige imperiosamente anularla y comenzar de nuevo. La lealtad, con su libertad íntima y última, le exige renunciamiento y tenacidad. Renunciaminto a las obras mal hechas o a los bienes mal habidos. Tenacidad en el trabajo incesante de la creación. Tenacidad orgánica de la naturaleza y de la vida para encontrar y plasmar las formas justas en su mayor intensidad y luminosidad. También en su mayor misterio.

Quemé, pues, sin pena ni gloria el primer manuscrito de El fiscal, en busca del humus sedimentario de la buena tierra, como hacen los campesinos con los rozados en el monte donde la buena semilla no muere. Por todo ello me extrañó que se diera inusitada trascendencia pública a un recurso de mera estrategia creativa, a un hecho que únicamente concernía a mi responsabilidad de autor; hecho que yo creía haber comunicado a un compañero dilecto, como lo hacen dos buenos amigos sobre los avatares de sus respectivos trabajos.

Ruinas

Destruí esos originales porque no siento gran estima por las ruinas. Sobre todo, cuando estas ruinas son flamantes, o sea, cuando una obra nace arruinada. Acaso a un artista de genio le cueste comprender estas efusiones de mal genio de un autor mediocre.

Mil quinientas carillas y tres años de trabajo, que no habían conseguido modelar la obra soñada. Se convirtieron en humo. Soy muy exigente conmigo mismo, y evidentemente esos borradores no habían llegado al nivel exigido por mí como lector de la obra inédita aún, pero ya escrita en mí. Me sentí liberado y rejuvenecido, como vuelto al punto de partida de tres años atrás, dispuesto a recomenzar la tarea tal vez con mayor entusiasmo aún, con más soltura y libertad de espíritu, con la sabiduría del asunto, que no había tenido antes, ya que ninguna experiencia es totalmente inútil.

No quemé los originales de El fiscal para desembarazarme de una obra mala o mediocre. Los quemé porque tuve la ominosa sensación de que se trataba de una gran obra abortada y sabía que debía recomenzarla, continuarla y terminarla contra todas las emboscadas del desaliento, de las chapucerías, de la frustración. Los quemé, acaso por las mismas razones -todas las proporciones guardadas que tuvo Hernán Cortés para quemar sus naves. Como un exorcismo al mismo tiempo fabuloso y real para evitar la huida y la cobardía ante la obra inacabada.

El fiscal es una novela fuerte y profunda, arraigada en lo más vivo de la tragedia nacional paraguaya, pero proyectándose hacia lo universal. El tiempo narrativo abarca desde la hecatombre de Cerro-Corá hasta nuestros días. Esa larga noche se cierra con la muerte simbólica de un tirano que muere de tres muertes convergentes. Y es precisamente la ejecución de estas tres muertes simultáneas el mecanismo que mantiene el suspense narrativo, pese a que no se trata de una novela policial, sino de una meditación histórico-metafísica sobre la corrupción del poder y el poder de la corrupción. Sobre la imposibilidad de la justicia, pero también sobre la posibilidad de rescate del ser más degradado y corrompido.

Friso colectivo

Es un vasto friso colectivo, tratado de manera casi pictórica, donde se yergue la presencia multitudinaria del pueblo. Una incesante pululación de vida en los tres planos, en los que se entremezclan el pasado, el presente y el futuro.

La tragedia de la colectividad gira en torno a una historia de amor entre un hombre y una mujer, que también se desplazan lo largo de las noches y los días de un siglo, inmunes a la corrosión del tiempo y del universo. ¿Cómo iba a quemar a la bellísima y estelar Clara Tarsis, que vive en mí como un fulgor inextinguible? A Fulvia Manso y otras mujeres de esta historia, en la que predominan protagónicamente las mujeres.

El narrador Félix Vera, el enamorado de Clara Tarsis, ese hombre que ha vivido siempre su último cuarto de hora, asume mesiánicamente la misión de ser el juzgador y el vengador de una colectividad. En la imposibilidad de justicia, el enjuiciamiento se vuelve contra la colectividad y contra él mismo. El oficioso juez se trueca en víctima. Las torturas lo han convertido en un muñón de hombre que se arrastra, ciego, por el inmenso patio del penal de Emboscada mendigando su comida con un plato de hojalata entre los dientes, entre una pululación de otras piltrafas humanas.

El viejo y derruido castillo colonial de Arekutakuá, convertido en la colonia penitenciaria de Emboscada, es un lugar mítico. Allí no ha pasado el tiempo. Clara Tarsis llega hasta él y reconoce al amante, a pesar de la monstruosa destrucción del cuerpo amado. Llora sobre él, como Hécuba sobre el esposo muerto. El hombre ciego sólo oye el goteo de las lágrimas sobre el plato de hojalata. El guardián de la prisión (hay uno solo) los separa a culatazos y arrastra a Clara hacia el gran socavón donde se hacinan las mujeres, desnudas y desgreñadas, que gritan roncamente, como plañideras.

Y es aquí, en medio de ese coro fantasmal de condenadas, donde el misterio del amor triunfante representa su último acto sobre el horror y sobre la muerte. No estoy autorizado a revelar este secreto, posesión de la escritura.

Este friso colectivo ha de ser rehecho. Desde sus cenizas, el fiscal monta guardia y espera, seguro de no equivocarse esta vez. El humo de los folios quemados señala el lugar donde ha de nacer y crecer esta novelatestamento, este adiós definitivo a la tierra de los hombres, a los hombres de mi tierra. Testamento y adiós, ineluctables, pero, hoy por hoy, tal vez un poco prematuros todavía.

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