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Crítica:TEATRO / 'COMEDIA SIN TÍTULO'
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El orden reina en Madrid

Lo que ahora se llama Comedia sin título, de García Lorca, es un fragmento del que se sabe muy poco; ni su fecha, ni su intención dramática. Los estudiosos especulan con todo ello. Una especulación es la de Lluís Pasqual al convertirlo en espectáculo con sus propias adiciones y las de su escenógrafo, Fabià Puigserver. El texto de Lorca es importante, incluso muy importante; las adiciones, o la forma de interpretarlo, también. Duraría menos de media hora; la larga introducción que se hace con fragmentos de El sueño de una noche de verano duplica la duración. Metafísicamente, la concatenación de lo que se suponen dos ensayos, y la idea de ficción frente a la realidad, es sostenible y es inteligente. En la escenificación estorba; pese a la belleza de la palabra de Shakespeare tan bien vertida por la de Gil de Biedma y por la interpretación, sobre todo la de Marisa Paredes. La tragedia de verdad comienza cuando suenen las palabras de Lorca y los sucesos descritos por él: empieza la verdadera acción.Hay en este fragmento por lo menos dos, muy enlazadas: la insatisfacción de García Lorca por la impotencia del teatro, expresada ya en otros textos suyos, cuyas paredes habría que hacer estallar para que entrase el aire de la calle; y el prólogo a la España de julio de 1936. Sabemos ahora, pasado largamente el medio siglo, que las dos revoluciones se perdieron, y de una manera tan constante que se siguen perdiendo cada día; sabemos ahora que a García Lorca le mataron como a tantos otros -uno lleva viendo matar chinos, y viéndolos caer a su alrededor, toda su vida- para que se perdieran esas revoluciones. Todo esto aumenta la conmoción de la tragedia y de su significado; quizá lo aumenta, quizá la convierte más en desesperación por lo imposible. Lluís Pasqual no ha hurtado esa significación: quizá la ha acentuado. Las notas de La Internacional -la de entonces; quiero decir la que recogía en su momento una revolución que ya había desgastado La Marsellesa, clementemente celebrada ahora en su segundo centenario- mientras se derrumba prácticamente el teatro, entre disparos y cañones, multiplican el sentido del fragmento, le dan una dirección inequívoca. Hay más acentuaciones por parte del director que en este caso crea o añade su autoría sin variar el texto: está el pistolero fascista que mata y apunta nombres para denunciar y matar, la alusión a los militares sublevados, la exaltación del obrero, la matanza civil. Se puede pensar que Lluís Pasqual ayuda a Lorca en sus premoniciones, pero no es exacto: Lorca había vivido ya el octubre de 1934 y el bienio negro, a su alrededor estaban los fascismos de Italia y de Alemania, y en las mismas calles el pistolerismo y el olor a guerra civil. Ni siquiera eran premoniciones. Era una advertencia como truncada por la misma acción que escribía. Y escribía el texto más directo, más comprometido de su vida. La belleza esta vez no se contenía sólo en la palabra, sino en la acción.

Comedia sin título

Fragmento de García Lorca en versión de Lluís Pasqual. Fragmento de El sueño de una noche de verano en versión de Gil de Biedma. Intérpretes: Alfonso del Real, Pedro del Río, Chema de Miguel Bilbao, José Antonio Correa, Cesáreo Estébanez, Juan Polanco, Marisa Paredes, Imanol Arias, Joaquín Molina, Carmen Rossi, Jesús Castejón, Ramón Madaula, Juan José Otegui, Walter Vidarte, Flora María Álvaro, Juan Echanove, Miguel Zúñiga, César Sánchez. Escenografía y vestuario: Fabià Puigserver. Música: Josep María Arrizabalaga. Dirección: Lluís Pasqual. Centro Dramático Nacional. Teatro María Guerrero, 23 de junio.

Viendo, escuchando, mirando la sala y los mismos que aplaudían no se podía dejar de pensar en la pérdida de unas revoluciones en la vida española que Lorca podía creer que se ganarían: la destrucción final tenía un carácter positivo en su pensamiento. En la misma representación, incluyendo el preludio de Shakespeare, o en la forma en que Imanol Arias y otros actores teatralizaban la acción con la que se pretendía destruir la teatralización: y en el patio de butacas envuelto por el polvo falso de la destrucción del teatro, donde muchos de los que podrían considerarse contrarrevolucionarios -en el sentido en que Lorca describía su revolución, y en el que Lluís Pasqual la reproduce- digerían, asimilaban, aceptaban el texto como algo del pasado, estaba todo el contenido de la derrota. Lo que se destruye finalmente es cartón piedra; se puede salir a la calle, ir a tomar unas copas y a charlar después en las terrazas porque aquí no ha pasado nada. El orden reina en Madrid; el María Guerrero está rodeado de teatros donde la vida de cartón continúa, y donde va a continuar. Y Lorca está muerto, muerto.

No sé cuánta sinceridad hay en Lluís Pasqual al montar este espectáculo y al destruir simbólicamente el teatro que él ya no volverá a dirigir (pero que mañana mismo dará un espectáculo en torno a la biografía de Luis Escobar). Supongo que mucha; naturalmente, no puede abstraerse de la teatralidad, y de lo usual, ni siquiera en este espectáculo, como ninguno podemos hacerlo con nuestros días, tan empeñados en lo usual.

Lealtad

Pero la lealtad de Pasqual es mucha; sus actores entienden la obra, el diálogo entre la actriz Titania, que es Marisa Paredes -vibrante, cálida-, con Imanol Arias está lleno de sugerencias; la teatralidad de Imanol Arias subraya su discurso -es un discurso político-estético-; el fascista pistolero de Juan Echanove es escalofriante; las voces enteramente teatrales de Alfonso del Real, o de Pedro del Río, o Castejón, Otegui, Vidarte dan el contrapunto y muestran la excelencia del reparto; el brevísimo diálogo entre Flora María Álvaro y Marisa Paredes arranca felizmente una de las claves de la obra. Y las luces, la sobriedad del decorado, su propia destrucción, obra de Fabià Puigserver, dan todo su sentido a la obra, con la música de Arrizabalaga. No podían, naturalmente, salir a saludar ni actores ni creadores al final del espectáculo, pese a los bravos y al entusiasmo de quienes asumían como teatro la función porque, en teoría, el teatro estaba destruido: todo, teatralmente, había terminado.

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