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La Administración de Bush tiene problemas para entender a la nueva URSS

Francisco G. Basterra

A George Bush, como anteriormente a Ronald Reagan, también le gustan los chistes sobre la Unión Soviética. El pasado 1 de mayo, el presidente Bush, en Nueva York, contó que en la tradicional celebración de la jornada en la plaza Roja de Moscú, los miembros del comité de planificación central gritaron "mayday, mayday" (la senal de socorro internacional utilizada por las aeronaves y buques en peligro de desastre) al desfilar ante la tribuna de Mijail Gorbachov. Pero por encima de las bromas, en las que el consenso es fácil, la Administración de George Bush está manifestando serios problemas, pasada la frontera de los 100 días en el poder, para establecer una línea clara de respuesta a un político al que los europeos consideran ya como un segundo Lenin.Cuando está a punto de cumplirse el plazo para conocerse los resultados de la revisión de la política exterior norteamericana, encargada por el presidente, los principales asesores de Bush han impuesto una línea de máxima cautela hacia la perestroika.

A pesar de que un alto responsable norteamericano explicaba el miércoles a un grupo de corresponsales europeos que "Gorbachov está superando incluso la habilidad de Stalin en la consolidación de su poder", el escepticismo ante la perestroika es generalizado en el Washington de Bush, que parece que se está preparando más para un fracaso que para un éxito de Gorbachov. Una combinación de explosiones nacionalistas en Ucrania o Bielorrusia, hasta ahora dormidas, y una crisis en algun país del Este podría acabar en seco con el experimento Gorbachov.

Esto es lo que le están diciendo al presidente sus asesores más próximos, según pudo saber EL PAÍS de fuentes de la Casa Blanca. Aunque Bush personalmente quiere incentivar con zanahorias económicas la apertura en el imperio del Este, como ha demostrado reaccionando a la democratización en Polonia, el desmoronamiento incontrolado del mismo pone los pelos de punta a los estrategas de la Administración.

El consejero de Seguridad Nacional, Brent Scowcroft, y su segundo, Richard Gates, que antes fue el número dos de la CIA, donde era el principal analista soviético, son los dos hombres que recomiendan al presidente prudencia, que mantenga el rumbo de diplomacia desde la firmeza, sin responder con gestos audaces a la revolución de Gorbachov.

Ambos critican a Reagan y al ex secretario de Estado George Shultz, denunciando que se dejaron llevar muy lejos por las relaciones públicas y la personalidad cautivadora del líder soviético. Le dicen a Bush que recuerde lo que ocurrió a finales de los cincuenta con el deshielo de Jrus chov o, en los sesenta, con el reformismo truncado de Kosyguin. No declaran, ni mucho menos, el final de la guerra fría, como lo ha hecho su padrino intelectual, George Kennan, y a lo más que llegan es a decir que "ha concluido la etapa de la contención" del comunismo. "Nuestra opinión de la URSS no puede basarse en la personalidad de sus líderes, sino en la naturaleza del sistema soviético. No podemos adoptar decisiones y estrategias de largo plazo dependientes de la supervivencia política de un solo hombre. La historia de Rusia y luego la de la URSS nos dicen que seamos escépticos y cautos". Así acaba de pronunciarse públicamente Robert Gates.

Scowcroft, un alumno de Henry Kissinger pero sin su brillantez, en cuyo boyante negocio de asesoría internacional trabajaba hasta que lo llamó Bush a la Casa Blanca, gusta de recordar que la URSS ya era peligrosa y expansionista con el imperio de los zares. Scowcroft, que a primera hora de la mañana informa al presidente de la marcha del mundo en un briefing de seguridad nacional, fue, además de general de aviación, profesor de historia de Rusia en la academia militar de West Point. El secretario de Estado, James Baker, fundamentalm. ente un pragmático, y el ingeniero John Sununu, jefe del Gabinete presidencial, preferirían que Washington adoptara una postura más conciliadora con la perestroika.

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