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Tribuna:OCHO AÑOS EN LA CASA BLANCA / 2
Tribuna
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Estados Unidos, un país más rico y más pobre

La insensibilidad social del presidente saliente es uno de los rasgos más llamativos del reaganismo

Francisco G. Basterra

"Muchos de los vagabundos lo son por propia elección. Prefieren dormir sobre las rejas de ventilación del metro o sobre el césped que ir a uno de esos refugios que existen" (palabras pronunciadas por el presidente de Estados Unidos, Ronald Reagan, el pasado 22 de diciembre, en una entrevista concedida a la cadena de televisión ABC). Ésta es la visión del problema de la pobreza en Estados Unidos y de la polarización social creada por su presidencia -en la que los ricos se han hecho más ricos y los pobres más pobres- que Reagan se lleva tras ocho años en la Casa Blanca y antes de iniciar su retiro de lujo en California, en un chalet hollywoodiano valorado en 2,5 millones de dólares (285 millones de pesetas), que a su esposa Nancy le parece "poco".

Reagan explicó a David Brinkley, uno de los popes del periodismo político norteamericano, que el aumento del número de vagabundos durante su mandato (sus portavoces hablan de tres millones, el Gobierno federal de 300.000 y el Urban Institute, institución independiente respetada en estas cuestiones sociales, los cifra en 600.000) se debe a la izquierda. Porque, aseguró el presidente, los sin hogar son "en su mayoría retrasados inentales" a los que por un liberalismo mal entendido se les permitió abandonar los psiquiátricos.Esta insensibilidad social es uno de los rasgos más llamativos de ocho años de reaganismo, en los que se ha aplicado el principio del sálvese quien pueda. Mientras Reagan hablaba, enfrente de su ventana, en la plaza de Lafayette, un camión de caridad repartía la sopa boba a dos decenas de vagabundos fijos de la zona, que se disponían a pasar la noche en los bancos, respiraderos del metro o en cualquier salida de aire caliente, cubiertos por mantas y cartones.

La tarta ha crecido

Pero el presidente, al calor de la chimenea y la calefacción del Despacho Oval, hacía hincapié en la otra cara, muy real, de la moneda. Su presidencia ha producido más de seis años de crecimiento económico ininterrumpido, con la creación de más de 15 millones de nuevos puestos de trabajo. En este país, y no se puede decir en casi ningún otro, el que quiere trabajar lo puede hacer, aunque sea lanzando al aire hamburguesas en McDonalds por 3,35 dólares a la hora, el salario mínimo.

Reagan dijo a su entrevistador que él se asombra todos los domingos de las "65 o 70 páginas de ofertas de empleos que publica el Washington Post". Esto es cierto. La tarta se ha hecho más grande durante su presidencia. Pero su "amanece de nuevo en América" no es soleado para todos. Hay más norteamericanos que nunca bajo el listón de la pobreza (35 millones), y el sector más desheredado del país ha visto reducidos sus ingresos en un 10% en los últimos ocho años. Mientras que el 10% más rico ha aumentado sus ingresos en un 27%, y el 1% más próspero, en un 72%.

El principal activo de Reagan, el período de crecimiento más largo desde la Il Guerra Mundial -ya ha entrado en su séptimo año consecutivo- y un país alegre y confiado para la mayoría, ha dejado descolgados a los negros, a la mayoría de los hispa nos y a la clase baja angloblanca Los socióllogos hablan de una nueva subclase de los guetos ur banos creada por el abandono de los centros de las grandes ciudades -donde nunca se ha vivido peor y con más violencia- en beneficio del proceso creciente de suburbanización de EE UU.

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Pero se recordará al reaganis mo por los excesos de Wall Street y las fortunas multimillonarias anudadas en megaoperaciones de fusiones, compras (Chevron compró la Gulf, Texaco a la Getty Oil, la General Electric a la RCA, y acaban de pagarse 25.000 millones de dólares -casi todo en papel de deuda- por blabisco). Es lo que se ha dado en llamar la economía casino, que coexistió con la erosión de la capacidad industrial tradicional y de la competitivi dad en la invención y el abandono de las industrias electrónicas en beneficio de los países asiáticos.

El país que inventó el vídeo ya no fabrica ni uno solo de estos aparatos. El ambiente especulativo de estos años, durante los que los Ford, Mellon o Rockefeller han sido sustituidos por los Donald Trump, Henry Kravis y Michael Milken, queda reflejado en la frase "la codicia es sana" del especulador financiero Ivan Boesky, transmitiendo a los jóvenes cachorros de una escuela de administración de empresas de una universidad de elite los valores del emprendedor sin límites, el héroe del reaganismo. Poco después, Boesky pasaría a la cárcel por sus manejos ilegales y su interpretación abusiva de que todo es posible en América.

Han sido los años del reaganismo años de egoísmo social, la era de la me generation (la generación del yo) y de la pérdida del idealismo colectivo de otras épocas. Reagan ha logrado, a pesar de las predicciones de que el péndulo iba a cambiar con las elecciones del pasado noviembre, convertir a la juventud norteamericana en la más conservadora desde los plácidos años cincuenta de Eisenhower.

Al difuminar tanto lo público y exaltar al infinito lo privado, Reagan ha alentado una de las Administraciones más corruptas del siglo. Con muchos de sus fieles servidores bordeando los principios éticos y aprovechándose de sus cargos para sus negocios particulares.

Su gran amigo, el fiscal general Edwin Meese, el último cruzado del reaganismo, ha estado a punto de ser procesado. Otros altos funcionaríos lo han sido. Y el propio Reagan, por motivos diferentes, el Irangate, fue acusado por el Congreso de haber fallado en su obligación constitucional de hacer cumplir las leyes, poniendo la política exterior en manos de una "cábala de fanáticos".

El principal de ellos, el coronel de marines Oliver North, fue convertido por el presidente en un "héroe" y un "patriota", y por unas semanas, en el verano de 1987, así pareció creerlo el país, en el que, como dijo Andy Warhol, todo el mundo puede ser famoso por 15 minutos. El antiintelectualismo, el patriotismo -la venta y la exhibición de banderas norteamericanas nunca ha sido tan alta, como tampoco el alistamiento en los ejércitos, y los veteranos de Vietnam por fin recibieron el reconocimiento público- han sido valores determinantes de la presidencia de Reagan.

Hemorragia de orgullo

Será difícil en el futuro superar la hemorragia de orgullo nacional alcanzada en los Juegos Olímpicos de Los Angeles en 1984, o, dos años después, en el bicentenario de la estatua de la Libertad, en Nueva York. Reagan ha proyectado con cierto éxito su visión idílica de una América preurbana de los pequeños pueblos, de la vecindad y los valores conservadores de la familia, la patria, la religión. Un país que sólo existe ya en su mente de hijo de la depresión en el Medio Oeste y en los dibujos del pintor Norman Rockwell.

Esta visión amable de Estados Unidos es incapaz de encajar el problema del SIDA, el creciente deterioro de las comunidades provocado por una demanda de droga que no se para con la campaña de Nancy Reagan -"Simplemente di no"- o el hecho del incremento vertiginoso, sobre todo entre los negros, de las madres adolescentes solteras. La solución tiene que venir de la iniciativa privada, ya no cabe el recurso al dinero público.

Para algunos, estos ocho años de Hollywood en el Potomac -los ricos californianos que han formado la corte de Reagan desplazaron al tradicional establecimiento republicano de la costa Este, que ahora regresa con Bush- han sido sólo un sueño del que el país despertará ahora. Craso error.

Reagan llegó a Washington para hacer una revolución conservadora aplicando con fe de carbonero la famosa curva de Laffer, profesor de economía padre del supply-side, que vendió la idea al nuevo presidente. Una brutal reducción de impuestos (un 30%), tras una cura de cabalio contra la inflación, provocaría inmediatamente un estímulo económico y un aumento de los ingresos fiscales gracias a un mayor crecimiento.

Ocho años después, el asalto de Reagan al Estado del bienestar social, los recortes sociales masivos que le pedían sus asesores de la primera hora, no ha sido ni total ni definitivo. David Stockman, que fue director de la Oficina del Presupuesto y uno de los gurús de su programa económico, ha demostrado que la revolución de Reagan fracasé porque no tenía en cuenta la realidad del sistema político norteamericano. Y sobre todo porque Regan no era un revolucionario. "Demostró ser demasiado amable y sentimental para acabar abruptamente con el cordón umbilical de dependencia que va desde Washington a cada rincón de la nación. Sólo un canciller de hierro lo hubiera conseguido, y Reagan no lo era".

No dio ejemplo

Si en lo económico la revolución se ha quedado a medias, en lo social Reagan también se quedó corto dejando al descubierto a la derecha ultraconservadora, a la Mayoría Moral, a los ultramontanos que tantas esperanzas habían puesto en su presidencia para lograr una revolución moral en América. El presidente, que se ha llenado la boca de religión y de familia, no ha sido visto jamás en una iglesia, y ni en Navidades ha podido presentar un cuadro de su propia familia unida.

Retóricamente, Reagan ha hecho todas las concesiones posibles al fundarnentalismo. Pero no ha conseguido restablecer la plegana en las escuelas ni ilegalizar el aborto, y nunca dejó que los ultras le dictaran la agenda de su presidencia. Sí es verdad que ha hecho lo posible por inundar el poder judicial a través de nombramientos de jueces federales y de magistrados para el Tribunal Supremo con personas que pasaban la prueba de sangre del reaganismo, en un intento de recrear una interpretación de la Constitución y de la sociedad acorde con el conservadurismo más estrecho.

Y lo ha conseguido en parte. El Supremo se parece al Politburá de Breznev, con tres magistrados, de nueve, de más de 75 años, los más liberales, al borde del retiro o de la tumba. Nuevos nombramientos de conservadores pondrían en peligro cuestiones cruciales como el aborto. El vendaval conservador que ha asolado Estados Unidos en los últimos ocho años ha tenido importantes consecuencias, sobre todo la pérdida de terreno de la filosofía liberal y la disminución del papel del Estado interventor.

Pero no ha logrado el reajuste definitivo en favor de los conservadores soñado por los reaganitas. Ni social, ni políticamente. Aunque desde Europa, todavía no resignada al fin de la política ideológica, se vea lo ocurrido en Estados Unidos como una auténtica contrarreforma.

En este sentido la revolución de Reagan, sin estar ya pendiente, se ha quedado a medias. El sistema norteamericano de equilibrios y contrapesos y esta sociedad, mucho más centrada de lo que interpretan sus caricaturistas, no toleran ni necesitan revoluciones.

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