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Tribuna:OCHO AÑOS EN LA CASA BLANCA / 1
Tribuna
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Reagan entronizó a los conservadores

El presidente más ignorante de EE UU alteró por completo los términos del debate ideológico

Francisco G. Basterra

El político que ha paralizado en seco el impulso liberal en Estados Unidos -algo que Dukakis y los demócratas han pagado con cuatro años más sin la Casa Blanca- ha conseguido incluso lo jamás soñado: contaminar de reagan-thatcherismo a los socialdemócratas europeos. Y su éxito, ideológico sobre todo, le ha permitido hacerse suceder por George Bush al increíble grito de campaña de "Nosotros somos el cambio".Ocho años de reaganismo han conseguido en todo el mundo, incluido el Este, aunque por distintas razones, que los conservadores dominen el debate ideológico. En el interior de Estados Unidos, el presidente más desinformado e ignorante de su historia ha provocado un revolcón político desconocido desde Franklin Roosevelt y ha alterado por completo los términos del debate ideológico.

Llegó a decir, en una de las incontables barbaridades que han dado para editar libros rojos con sus disparates, que los misiles intercontinentales, una vez lanzados, podían ser llamados de nuevo y recuperados. Y confundió Bolivia con Brasil, y se durmió en una entrevista con el Papa. Hay quienes piensan que sólo fue un tonto amable que gobernó por control remoto recitando un guión. Esta simpleza, con ser cierta en parte, no puede explicar el éxito histórico de su presidencia.

¿Cómo es posible que un actor mediocre de Hollywood, que llegó a la Casa Blanca el 20 de enero de 1981, ya con 70 años de edad, haya sido capaz de presidir una revolución? En una de sus últimas entrevistas televisadas, Ronald Reagan, que como es costumbre, sobre todo últimamente, balbuceaba imprecisiones sobre las gran des cuestiones de su mandato, tuvo un rasgo de lucidez cuando el periodista le preguntó si le había ayudado su pasado de actor. "No sé cómo se puede ser un buen presidente sin ser un actor", respondió Reagan, definiendo perfectamente su entendimiento de la presidencia.

Otro irlandés genial, el ex speaker (presidente) del Congreso Tip O'Neill, enemigo político del presidente, ha escrito en sus memorias que Reagan ha sido un mal primer ministro pero un fantástico rey. Durante ocho años, delegando el gobierno en equipos de buenos profesionales -cuando los activistas mesiánicos, los Ollie North, Poindexter o Casey, se hicieron con el timón, la Casa Blanca descarriló con el Irangate-, Ronald Reagan ha actuado de genial maestro de ceremonias con el objetivo, logrado, de restaurar la confianza de los norteamericanos en sí mismos.

Sustituyendo la sustancia por el estilo, la percepción por la realidad, jugando con la magia de los símbolos, Reagan ha logrado que los norteamericanos se sientan bien, satisfechos consigo mismos. El grado de optimismo sobre el futuro es mayor que nunca según sorideos publicados estas Navidades. El país está optimista y, pese a que las grandes cuentas nacionales no cuadran, la anunciada recesión no se ha producido y ya se habla de que tampoco llegará en 1989. Pero el éxito del reaganismo es más psicológico que real.

Reagan, el primer presidente desde el paternal Ike Eisenhower que acaba un doble mandato, ha sacado a EE UU del malestar de los años de Jimmy Carter, cuando el moralista predicador de Georgia le dijo a una ciudadanía programada para el triunfo que sufría una "crisis de confianza que afecta al mismo corazón y al alma de nuestra voluntad nacional". Y Reagan hereda la Casa Blanca con una América humillada por el gran Satán Jomeini, un 14% de inflación y un 10% de paro que sumaban un índice de miseria del 24%. Hoy no llega al 11%.

¿Vive usted mejor que hace ocho años?, ha preguntado George Bush a los ciudadanos, utilizando la misma fórmula reaganiana. Y la respuesta ha sido afirmativa, aunque luego pueda matizarse con las dudas de cómo está repartida la prosperidad. La institución de la presidencia, debilitada por Vietnam y el Watergate, ha sido reforzada en estos ocho años de reaganismo. Reagan, haciendo caso a su antecesor Teddy Roosevelt, ha sido sobre todo un maestro en la utilización de la Casa Blanca como un púlpito desde el que ha vendido una visión de América y del mundo extremadamente simple, pero atractiva al mismo tiempo.

Ha sido el Gran Comunicador, utilizando, gracias a sus dotes profesionales, actor y locutor de radio, la televisión como ningún otro presidente anterior y confirmando que Estados Unidos es una democracia, por encima de todo, electrónica. El éxito de Reagan -regresa a una casa de 2,5 millones de dólares, comprada por sus ricos amigos californianos, en el exclusivo y hollywoodense barrio de Bel Air, en Los Ángeles, con un índice histórico de popularidad que ronda el 60%- se debe, sobre todo, a que ha defendido sólo un puñado de ideas.

Pocas, pero claras. Los árboles, como le ocurrió a Jimmy Carter, que en su amor por el detalle hasta se preocupaba de quién jugaba en la pista de tenis de la Casa Blanca, le han dejado ver el bosque. Reagan llegó a Washington como un outsider a una capital federal que vive por y para la política. En su cabeza impresionista registra anécdotas, no categorías; tenía muy claro que quería reducir el peso y la importancia del Gobierno federal. Ésta es la filosofía esencial que ha determinado su era.

Ocho años después, lo ha conseguido sólo a medias. Al final de su segundo mandato ha creado un nuevo ministerio federal, para los veteranos, y no cumplió su promesa de acabar con los departamentos de Educación y Energía. Pero aunque en términos económicos el peso del Gobierno federal sea aproximadamente el mismo, o quizá incluso mayor, el reaganismo ha logrado alterar la tendencia. Ya nadie, ni los demócratas, defienden el gran Gobierno capaz de actuar como ingeniero social, gastando grandes sumas, nivelando el país y solucionando problemas. El debate es sobre cómo utilizar mejor recursos menguantes. Se ha encogido lo público, lo estatal, en beneficio de la sociedad civil, lo privado, la iniciativa individual.

Ronald Reagan prometió al subir al poder media docena de cosas que casi ha cumplido en su totalidad. Reducir impuestos, recortar la inflación y el paro, abaratar el precio del dinero reduciendo los tipos de interés y lograr el mayor rearme de la historia en tiempo de paz, colocando a Estados Unidos como la primera potencia militar incontestada. Todo esto lo ha logrado.

Pero también prometió en su discurso de toma de posesión equilibrar el presupuesto para 1983. Y éste es su principal fracaso, que, para muchos, deshará a medio plazo un legado positivo. Deja como herencia un doble y gigantesco déficit presupuestario (150.000 millones de dólares) y comercial (otros tantos), y su conservadurismo fiscal ha añadido más de 1,5 trillones de dólares a la deuda nacional, que Reagan ha doblado en ocho años.

La competitividad norteamericana está seriamente amenazada. El país ha perdido terreno respecto a Japón y a la Europa integrada que viene. Y la orgía de consumo de los norteamericanos, gastando más de lo que producen, viviendo a crédito, ha sido posible gracias a la inyección de 531.000 millones de dólares en la economía estadounidense por los aliados occidentales desde 1980. También Reagan se apunta el dudoso tanto de haber convertido a EE UU de la primera nación acreedora en la primera deudora. Pero con la importante diferencia con el Tercer Mundo de que este país genera recursos para pagar el principal y los intereses.

Reagan nos dijo que "nos mantuviéramos tiesos y orgullosos en la silla" -este símil vaquero ha sido utilizado por un presidente que es lo más parecido al cowboy del anuncio de Marlboro- "y luego hipotecó el caballo", explica Jeff Faux, el presidente del Instituto de Política Económica, una institución liberal. "Es como el tipo que pierde su empleo, pero no se lo quiere decir a su mujer y va al banco todos los viernes y saca su salario a crédito. Los vecinos ven que todavía tiene su coche, su casa, su barco y que todo marcha bien. Salvo que no tiene trabajo y todo es a base de empeñarse".

Reagan, el presidente con mayor carga ideológica de este siglo, ha salido bien parado porque puso siempre por delante de sus instintos ultraconservadores el pragmatismo, la búsqueda del consenso. Nombró ideólogos fanáticos en puestos claves, como, por ejemplo, William Casey al frente de la CIA. Pero cuando le empujaban a dar lecciones militares a los enemigos comunistas en medio mundo, Reagan consultaba con Nancy -la mayor influencia política de su presidencía-, pensaba en su puesto en la historia y decía que no.

Apenas disparó primero

Contra todos los pronósticos, Reagan, caricaturizado como un vaquero con las pistolas siempre humeantes, sólo disparó primero y sin avisar contra dos pequeños e inofensivos enemigos. La invasión de la minúscula isla caribefía de Granada y el líder libio Gaddafi, a quien los F-111, a los que España y Francia se negaron a dejar pasar por sus espacios aéreos, no cogieron por milagro islámico en su tienda beduina de su casa-cuartel de Trípoli.

Pero estas manifestaciones baratas de fuerza militar le sirvieron a Reagan y al país para recargar las pilas de un patriotismo que ha sido recuperado durante su mandato hasta extremos patológicos. "EE UU, 2; Libia, 0", rezaban los letreros en las gasolineras cuando los F-14 Torricat acababan en el golfo de Sidra con dos Sukoi libios en una desigual batalla tecnológica. Ahora ya van 4-0. Este país ha sido ramborizado por su presidente y se ha pasado gran parte de los últimos ocho años golpeándose el pecho satisfecho.

Reagan ha conseguido todo esto, y lo que no ha logrado -cuadrar las cuentas de la República, mejorar la competitividad norteamericana, pafiar la degradación del sistema educativo, evitar el nacimiento de una subclase social en los guetos urbanos y acortar las distancias entre pobres y ricos-, trabajando de diez de la mañana a cinco de la tarde, disfrutando del cargo. Y sin envejecer demasiado en un puesto que ha acabado, de una forma o de otra, con todos los presidentes desde Lyndon Johnson. Ha demostrado que la Casa Blanca es manejable. Y a pesar de un tiro en el pecho y una seria operación de cáncer, ha mostrado también que el peso de la púrpura sólo agobia realmente a dirigentes políticos más mediocres. Y por encima de todo, que Estados Unidos, como le gustaba repetir, es el país donde todo es posible.

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