Se rompió la burbuja de cristal
Los grandes festivales de cine han crecido asociados a la promoción balnearia de una ciudad. Cannes, Venecia o San Sebastián -Berlín también participa de la misma filosofía aunque sea por otros motivos- eran el marco idóneo para reunir a artistas y fotógrafos, para dedicar la mañana a la playa y la noche a los trajes de gala, todo alternado con proyecciones y el ronroneo de los negocios. La creciente importancia de los medios de comunicación, la proliferación de televisiones y comentaristas han venido a sustituir al maltrecho glamour de las estellas pero el invento sigue funcionando con una condición: que el balneario siga siéndolo, que los miles de personas convocadas con el reclamo de las películas puedan vivir durante 10 días dentro de una burbuja de cristal. Eso tan repetido de vincular el festival a la ciudad, de convertirlo en una manifestación de cultura popular, es pura música celestial, tal y como lo prueba la programación cinematográfica que Cannes, Venecia o San Sebastián -no conozco la de Karlovy Vary- sufren el resto del año.En San Sebastián, desde principios de los setenta, la politización extrema de la sociedad vasca y, sobre todo, las continuas explosiones de violencia, impiden que el certamen sea una isla, un microcosmos autónomo, encerrado en sí mismo. De pronto la gala de clausura, la lectura del palmarés, la alegría de los vencedores, todo deja de tener sentido y los disparos de la calle resuenan en el interior del Victoria Eugenia y le dan un brillo ridículo y grotesco a los satinados vestidos de noche y la pedrería que les acompaña. En la calle la policía y los manifestantes intercambian balas de goma con piedras, las flores cubren el lugar donde cayó muerto Mikel Castresana y la racionalidad con que Ander ETA Yul abordaba el fanatismo de ETA no sirve de nada.
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