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Tribuna
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Una cuestión de lógica

Juan José Millás

A un conocido mío le coincidió la transición política con un desperfecto en el cuarto de baño, que se tradujo en una mancha de humedad en el piso de su vecina de abajo. Como era hombre civilizado, mandó reparar la gotera a su costa y se compré un tubo de silicona transparente que aplicó con cuidado en las junturas de su bañera y, en general, en todas las rendijas por las que el agua de la ducha podía filtrarse hacia el piso inferior. Cuando terminó esta minuciosa tarea, su mujer se había ido con un antiguo abogado laboralista -repentinamente enriquecido con un negocio de armas-, su hijo le miraba con el gesto de aprensión que se utiliza para observar un alimento en mal estado, y los socialistas ocupaban el poder desde hacía ya algunos años.Puso la radio, y se enteré de que España había entrado en la OTAN. Salió a la calle, y se encontró con un antiguo compafiero que en un momento le enumeró argumentalmente las razones de esta rara decisión. Después de dos copas, y sin venir del todo a cuento, le explicó que el socialismo no consistía en tratar a todos igual, sino en no tratar igual a los que eran desiguales. ¿Seré yo desigual?, se preguntó, inquieto, frente a aquel colega con corbata de seda y mirada centroeuropea.

Compró el periódico, y leyó que un hombre de 28 años había donado su corazón sano para un trasplante, prescindiendo también de sus pulmones -que estaban enfermos-, recibiendo a cambio el corazón y los pulmones de una tercera persona. En la misma página, aunque con un tratamiento tipográfico más modesto, se informaba de que una niña bicéfala nacida en Sevilla había fallecido, no sin antes ser bautizada dos veces, ya que tenía dos cabezas claramente diferenciadas.

El resto del periódico, sin decir nada especialmente llamativo, olía un poco raro, como si se hubiera producido un cambio de lógica durante el tiempo que él había estado aplicando silicona transparente en las junturas de los baldosines de su cuarto de baño.

Prefirió pensar que eran aprensiones suyas, y se dedicó a ganarse la vida con la obcecación de un antiguo militante de izquierdas. Pasaron los meses, y este señor, conocido mío, se reintegró a la vida cotidiana con la ingenuidad que sus amigos habían considerado en él, y hasta el momento, como una virtud. Se compré un vídeo, inició otra relación sentimental y abandonó poco a poco la política, que ya no necesitaba de su concurso ni de sus energías.

Dado a defenderse de las cosas de la vida con la buena fe, procuraba entender y asumir los razonamientos políticos que avalaban los sucesivos cambios de programa en las diversas políticas del Gobierno. Sin embargo, un rumor sordo aleteaba de forma permanente alrededor de su conciencia. Entonces tuvo que visitar por razones de trabajo a un director general -con el que en otro tiempo se había fumado todos los canutos del mundo- y se encontró con un sujeto detrás de una mesa. El sujeto conservaba algunos rasgos de su antiguo compañero, pero hablaba distinto y fumaba puros. Le dijo que en las circunstancias objetivas actuales la actitud conservadora era la más revolucionaria de todas. Acabó la conversación con una frase horrible:

-Además, chico, ¿sabes qué te digo?: que el que no es revolucionario a los 20 no tiene corazón, y el que no es conservador a los 40 no tiene cerebro.

Mi conocido salió de allí sin haber resuelto su problema, pero considerando seriamente la posibilidad de que el mundo hubiera cambiado durante su breve estancia en el cuarto de baño. El sábado de esa misma semana, tomando cerveza con los amigos, alguien le llamó paleomarxista a causa de un juicio benigno sobre la política económica del Gobierno. Intuyó que se trataba de un insulto grave, y advirtió en el silencio de los otros que se encontraba solo frente a aquella supuesta humillación. Durante las semanas siguientes comprobé que él conservaba el hábito de utilizar ideas para relacionarse, mientras que sus amigos, para el mismo menester, manejaban coches de importación, chalés adosados y princesas de porcelana china.

Poco a poco fue perdiendo las relaciones antiguas, que no sustituyó por otras nuevas. Dejó de salir, en parte porque no tenía con quién hacerlo, pero en parte también porque le habían atracado un par de veces y había comenzado a coger nuedo a la calle. De todos modos, él consideraba que el suyo era un caso aislado, debido a un tic adquirido antes de encerrarse en el baño, según el cual no se podía admitir la existencia de un alto grado de inseguridad ciudadana por cuanto ello era darle argumentos a la derecha.

Veía mucho la televisión, y asistía perplejo a la difusión de noticias que le escandalizaban, pero su sistema de defensas había comenzado a responder, y redujo sus sucesivos escándalos a la clandestinidad. Un día, por ejemplo, el vicepresidente del Gobierno anunció que el cambio estaba hecho. Mi conocido miró a su alrededor y se preguntó, asustado, si el cambio consistiría en aceptar que el cambio era imposible. Sin embargo, en los programas de debate y en las entrevistas a las que asistían ministros y, en general, representantes del Gobierno o banqueros, todos estaban de acuerdo en afirmar que las cosas iban bien, muy bien. Parecían definitivamente instalados en la buena conciencia, y escuchándolos, uno tenía la impresión de que el país vivía un momento de esplendor inigualable. A continuación, sin embargo, ponían -por ejemplo- un programa sobre la cárcel de Carabanchel, donde se veía a los presos vivir en unas condiciones que a los que gobiernan ahora les habrían parecido inaceptables prácticamente anteayer. Pero la democracia, le explicaron, consiste precisamente en aceptar "la miseria necesaria de tanta gente". De ahí que la democracia sea aburrida.

En esto, un antiguo torturador parecía haber sido ascendido a las más altas responsabilidades policiales, y la prosperidad económica y política del país era tal que apareció en escena un nuevo partido destinado a convertirse en el segundo partido de los españoles: algo así como la segunda residencia o el chalé de los fines de semana. Pero por la televisión pasaban unas escenas de Beirut que mostraban unos paisajes urbanos Henos de rotos y humedades muy semejantes a los que cualquier visitante podría apreciar en algunas zonas de Vallecas.

Mi conocido pensó que se había producido una fisura extraña entre el bien general y los intereses particulares, como si ambos hubieran comenzado a ser incompatibles. Globalmente -a la luz de las estadísticas y de los discursos-, el país parecía estar muy bien; desde un punto de vista personal, sin embargo, era un desastre.

Pero esta breve reflexión no le sirvió de nada, porque estaba hecha desde una lógica que carecía de vigencia. Se sintió expulsado a las tinieblas de la historia, y todo por haber reparado con cierta minuciosidad los desperfectos de su baño. Dentro de la lógica anterior, mi conocido habría gozado de un futuro esplendoroso; de ahí que se preguntara una y otra vez qué podía haber producido un cambio tan repentino de valores, o cómo sus compañeros de viaje habían sido capaces de reproducir en tan poco tiempo lo que tanto decían detestar en los otros.

La respuesta le vino viendo al presidente del Gobierno en la televisión. Corrió a su archivo personal y sacó una foto de Felipe González obtenida poco antes de meterse en el baño. La transformación era increíble. Aquel sujeto de camisa a cuadros y barba cerrada, procedente del Sur, se había sometido a algún raro tratamiento, porque ahora era un rostro perfectamente sueco. Lo de Michael Jackson, al lado de lo del presidente, no era más que una simple operación de cosmética. Todo cambio estético, pensó, implica un cambio de lógica, y habíamos entrado en un proceso estético según cual un preso podía sufrir un "apaleamiento prolongado, generalizado, intenso y técnico", a consecuencias del cual llegaba a fallecer, sin que se produjera un estremecimiento mortal en toda la sociedad; un proceso lógico dentro del cual resultaba coherente que el presidente del Gobierno durmiera en la misma cama y en el mismo yate en el que antaño reposara el dictador; un sistema lógico, en fin, que permitía a los ricos perseguidos por la justicia huir a Brasil sin ningún problema. Se trataba, al parecer, de una lógica inmunda -la de Ias cosas son como son"-, pero era la lógica vigente, y fuera de su perímetro de acción sólo existía el caos.

Mi conocido se acercó al espejo, se miró en el reflejo: el mismo peinado ensombreciendo el mismo rostro, idénticos zapatos y caniÍsas a los que utilizaba antes de reparar la gotera: la misma lógica, por tanto. Estaba claro, se había descuidado un momento y había perdido el tren de la historia.

Se dio al alcohol, aunque con cierto método, al objeto de no perder su trabajo, en donde había sido relegado ya a un puesto subalterno en beneficio de un cachorro del Opus. Ahora lleva una temporada encerrado en el cuarto de baño con un tubo de silicona que aplica pacientemente en las grietas de su hígado y en las junturas de su dañado pensanúento. Veremos cuando salga qué ha pasado.

En fin.

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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