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La prosperidad hace inevitable la democracia

Ha habido pocas veces en la historia, como en los últimos meses, en que el público haya estado mencionando la palabra democracia de manera tan persistente y, diríamos, pródiga. El bicentenario de la Constitución de Estados Unidos, los sucesos de Filipinas y Corea del Sur e incluso, posiblemente, en la Unión Soviética, y la didáctica retórica del teniente coronel Oliver North se han combinado para amenazar peligrosamente nuestros oídos.Ciertamente, no nos han dejado dudas de las virtudes de este estilo de gobierno, incluso en la flexible forma con que lo han declarado en las audiencias de la Irán-contra. Y aquí está el problema. Hemos oído mucho de las virtudes de la democracia -asunto del que, en general, somos bastante conscientes. Hemos oído muy poco de su utilidad práctica, y más especialmente, teniendo en cuenta las circunstancias de su inevitabilidad histórica.

Esta omisión de reconocer la utilidad y la inevitabilidad de la democracia es, a su vez, la fuente de uno de los más graves -y acaso el más grave- de los errores de la política exterior norteamericana.

La clara y plenamente visible circunstancia es que puede haber y hay dictaduras en sociedades tribales primitivas o en sociedades agrícolas dominadas por terrateniente, y acaso durante un tiempo en las primeras etapas del desarrollo industrial o en momentos de regresión y graves problemas económicos, como en Alemania e Italia en la década de los treinta.

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Los que están sometidos en su vida diaria a la autoridad personal o al poder económico de los jefes de tribu, de los grandes propietarios o primitivos capitalistas o al peso de la depresión económica, no son particularmente sensibles a la autoridad de un dictador civil o militar en la capital, con frecuencia alejada. Su libertad de expresión está suficientemente circunscrita por la gente cultivada de la localidad, así como por la pobreza y la lucha global por la supervivencia. El analfabetismo masivo contribuye también grandemente a la docilidad política.

Todo esto cambia con el desarrollo económico e industrial. Lo más importante entonces es que un gran número de personas, individualmente y a través de organizaciones, insisten en ser oídas. Se han liberado lo suficiente de la pobreza e ignorancia como para permitirse el lujo -realmente el imperativo- de expresarse a sí mismas.

Es casi interminable la lista -diversos grupos de hombres de negocios, sindicatos, grupos profesionales, organizaciones de campesinos, estudiantes y profesores de la universidad, periodistas, publicistas, jefes religiosos, custodios desinteresados del interés público- de los que quieren expresar su opinión sobre la forma en que son gobernados y no menos sobre la manera en que otros son gobernados.

Las mismas actitudes que derrotaron el ejercicio del poder imperial exterior en este siglo se oponen al ejercicio ilícito de la autoridad en el interior del país. La única manera que se ha descubierto hasta ahora para permitir esta expresión y darle el efecto real o imaginario es alguna forma de democracia participativa, cierta forma de participación en la acción de gobierno. La democracia no es, como tantas veces decimos, algo frágil; a falta de cualquier otra alternativa que funcione, es inevitable.

Todo esto parecería algo teórico y abstracto si no lo viéramos tan poderosamente corroborado en la práctica. No hay ningún país industrial avanzado fuera del mundo socialista que no tenga, de una u otra forma, un gobierno de orientación democrática. Así lo vemos en Estados Unidos y Canadá, en Japón, Australia, Nueva Zelanda, la India (una naciente potencia industrial), Brasil, Argentina y México, en Israel y en toda Europa occidental sin excepción.

En el mundo no industrial, por otro lado, la democracia es, por lo menos, excepcional. Aquí se encuentran las dictaduras militares, el hombre fuerte civil o la minoría permanentemente dominante. Lo que es la norma en el mundo industrial y desarrollado, en el no industrializado es, lamentablemente, la excepción.

Es igualmente claro y cierto que conforme los países se desarrollan y entran en el moderno sector industrial rechazan el viejo gobierno dictatoria o autárquico y piden. los derechos democráticos de participación y la expresión de la propia, personalidad.

Esto lo hemos visto en los últimos decenios en España, Grecia, Argentina y Brasil, después en otros lugares de América Latina y últimamente en Filipinas y Corea del Sur. También vemos como la Unión Soviética y China han hecho concesiones a la insistente petición del pueblo para participar o al menos para ser oído.

Nuestro error es pensar que la democracia es como una virtud -algo que debe ser cuidado-, pero que si las circunstancias lo exigen puede ser dejada de lado. En este perverso mundo pensamos que nustra virtud, aunque no dudemos de ella, no es necesariamente para todo el mundo. Y así nos arreglamos con las dictaduras; éste es el rumbo piráctico.

No hay nadie más sospechoso que el funcionario o el político que apoya su caso sobre fundamentos morales. Cuando se habla así en política exterior, se piensa que es bobería. Los conservadores, y acaso especialmente los liberales, tienen a orgullo mostrar que pueden ser todo lo duros que requiera la situación real.

La moralidad y la virtud pueden comprometerse, pero no la inevitabilidad histórica. Por esta razón, los americanos se encuentran con frecuencia dán dose la. niano con dictadores y regímenes represivos cuando la historia los lleva a la extinción. Esto ha sucedido en los últimos años en Filipinas y Corea del Sur. Así sucederá en el futuro en Taiwan, Chile, Pakistán, Indonesia y, más tarde, en África del Sur.

No podemos creer que haya un Estado moderno que pueda resistir a la insistente voluntad de sus ciudadanos para ser oídos y participar en la vida política. Desgraciadamente, las dictaduras continuarán en los países más pobres; en los otros son una fase pasajera. Actualmente, Estados Unidos no puede instalar la democracia en América Latina, pero ésta llegará con el desarrollo económico.

No sugiero con esto que con el desarrollo industrial la transición a la democracia será siempre fácil. La represión puede alimentar un estado de violencia que cuando se libera puede, a su vez, ser enemigo de la democracia.

Especialmente cuando los americanos se alinean con dictadores y contra la historia, el legado puede ser un fuerte y a veces políticamente decisivo antiamericanismo: reprimido durante la dictadura, explotará más tarde.

Este antiamericanismo lo encontramos ahora en Filipinas y especialmente en Corea del Sur, como continúa existiendo en Irán.

Y hemos visto una respuesta aún más extremada. Si Estados Unidos apoya a los dictadores, entonces tal vez tengan razón la Unión Soviética y el socialismo. Ésta fue la reacción en Cuba tras Fulgencio Batista, y en Nicaragua, tras Anastasio Somoza Debayle. Los juicios morales erróneos pueden posiblemente ser perdonados; el conflicto directo con la historia tiene efectos más profundos y duraderos.

De aquí la conclusión. Sigamos el camino práctico. Miremos más allá de la actual explosión retórica sobre la democracia y veamos la realidad. Esta realidad es la ausencia en un país industrial moderno de una alternativa duradera de la democracia. Por ello, dejemos de vincularnos con formas antiguas de gobierno, en especial en aquellos países que están en transición hacia una vida económica moderna. Aun de mala gana, tenemos que enfrentarnos con este desgradable hecho: los que se resisten a abrazar a los dictadores, por poco práctica que parezca esta susceptibilidad a los juicios morales, tienen históricamente razón.

John Kenneth Galbraith antiguo embajador en la India, es profesor emérito de Economía de la universidad de Harvard. Copyright New York Times. Traducción: Javier Mateos.

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