Sesión continua
El publico lanza todavía estentóreas carcajadas cuando oye en la pantalla palabras como masturbación o coño. Es inerradicable. Tenemos el inconsciente repleto de rótulos de urinario. Dado lo cual no nos sorprende el regocijo con que el respetable acogió el último sainete psiquiátrico de Woody Allen, Hannah y sus hermanas, cuya contemplación termina de convencer al espectador de que a fin de cuentas Manhattan no es más que el Madrid de Nueva York.Hubo psicodramas en la puerta del Miramar, donde un gerente, obedeciendo quizá a la consigna de que la película de Allen no debe quemarse antes de ser distribuida, trató de impedir la entrada a los periodistas. Es la bronca de siempre, tan recurrente año tras año como el rumor de que viene Orson Welles o la angustia de estar celebrando el festival de la consolidación definitiva.
Con todo, la pesadilla favorita del certamen donostiarra la constituye la inaccesibilidad de América del Norte. El sueño americano de saltar el Atlántico se agota fatídicamente por ahora en los perfiles de Europa. Más allá se extiende el vacío. Esta proyección única de Hannah y sus hermanas fue como un guiño de desesperación mirando a Broadway.
En cuanto a la película del actor y realizador neoyorquino, contiene pavos de acción y gracia, farmacología, delirios hipocondriacos y galenos perversos. Todo ello está insertado en un clímax de endogamias de la alta clase media norteamericana: sus desdoblamientos de personalidad recaen en esta ocasión en Michuel Caine y Max von Sidow.
Este Woody que intenta trascender la muerte apuntándose al Hare, Krishna entronca una vez más con el Igmar Bergman ansioso y luterano de Los marcados, largometraje de posesión diabólica, psocoanálisis y suicidio que fue proyectado a la mañana siguiente en la misma sala. Coincidencia o premeditación, quién sabe.
Sea como fuere, se hubiera podido organizar con ambas películas un explosivo programa doble en sesión continua., Los marcados se proyectó con retraso debido a que los depositarios de la cinta, holandeses, exigían a cambio de su entrega un millón de pesetas a tocateja.
Pequeños sobresaltos que forman parte de la tradición festivalera. Al fin y al cabo, San Sebastián tampoco es San, Francisco. Es un problema de teología.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.