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Rafael Lapesa, retrato de la ecuanimidad creadora

Universidad, de Princeton, 1947-1948. Pleno auge del castrismo, el otro, el de la gran explosión erudita que fue la magna obra de Américo Castro, España en su historia. Pero ya desde los cursos inmediatamente anteriores han acudido a Princeton muchos candidatos al doctorado en letras hispánicas que aspiran a hacerlo con Américo.Y no fueron defraudados por las clases de aquel maestros sus primeras palabras en un seminario manifestaban la tensión impulsiva -disparada hacia la entraña histórica de España- que caracteriza el estilo intelectual y literario de Américo Castro. Aunque la clase nocturna no concluía al transcurrir las dos horas prescritas.

En una cafetería próxima continuaba Américo Castro la exposición apasionada (por no decir ardiente) de sus hallazgos más recientes: por ejemplo, el origen hebreo de Luis Vives y de Santa Teresa. Los estudiantes se despiden, encandilados, de su maestro, texto vivo (como se dijera antaño con muy otra intención) de la singularidad histórica de España. Mas también sentían algunos estudiantes que no podrían nunca alcanzar el grado de pasión intelectual que permitía a Américo Castro adentrarse tan originalmente en la historia de España.

Es más, Américo Castro reiteraba que sólo los nacidos en ámbito hispánico podían llegar a conocer verdaderamente España, ya que todo conocimiento histórico ha de lograrse desde dentro.

Advertencia que motivó que uno de los más brillantes alumnos (hoy eminente poeta norteamericano) abandonara los estudios del doctorado en letras hispánicas, dada su incapacidad congénita para entender a España. En suma, Américo Castro -mucho más unamuniano de lo que él creía- venía a decir: ellos no pueden inventar a España.

'Campus' caldeado

A aquel campus tan caldeado por la fogosidad castrista, la llegada de Rafael Lapesa como profesor visitante -invitado por Américo, su antiguo maestro de la Universidad madrileña y del Centro de Estudios Históricos- fue una revelación: aquel joven maestro, tan fuertemente español como Américo, era, sin embargo, la encarnación misma del sosiego intelectual. No era, desde luego, adverso al pensamiento de Américo Castro. Sabíamos, incluso, que Rafael Lapesa había opositado a la cátedra madrileña de Américo tras haberse asegurado que su maestro no pensaba volver a ocuparla. Y en sus cursos aludía, siempre con elogio, a las interpretaciones históricas de Américo Castro.

Mas no era entonces, ni lo sería tampoco más tarde, Rafael Lapesa, un obstinado castrista. Porque su temperamento intelectual era enteramente contrario a todo dogmatismo. Y el sosiego de Lapesa enseñaba, además, a los estudiantes (aunque fueran norteamericanos) que ellos podían contribuir substancialmente al conocimiento de la cultura hispánica.

Para uno de aquellos estudiantes (el único español del grupo), Rafael Lapesa fue también un considerable refuerzo de su fe en la continuidad -y el porvenir- de la España segada por la catástrofe de 1936-1939. Lapesa era, para aquel estudiante español, la visible confirmación de lo que él había sentido, casi desde su salida del país natal (en contraste con la generalidad dé los exiliados españoles): que muchos compatriotas no se habían doblegado a la opresión caudillista. Y una manifestación de la resistencia espiritual de Rafael Lapesa era su mismo estilo. Frente al neobarroquismo propio del clima caudillista, la austeridad estilística de Lapesa era, en sí misma, un constante ejemplo de integridad intelectual y moral (esa integridad tan bien descrita por Francisco Ayala en la semblanza de su más antiguo amigo [publicada en EL PAÍS del pasado sábado con motivo de la concesión del premio]. Porque el estilo de Rafael Lapesa mostraba que la ecuanimidad puede ser tan creadora como la encendida pasión de un pensador como el mismo Américo Castro. Pero es también la ecuanimidad una virtud intelectual más alcanzable que el apasionamiento. Decía Paul Valéry que la modestia es, siempre, una virtud adquirida. Rafael Lapesa enseñaba con el propio ejemplo -y continúa haciéndolo- que los españoles pueden ser tan ecuánimes, en su comportamiento y en sus juicios, como los ciudadanos de cualquier país que tenga por norma los principios racionales de la civilizqción humanitaria.

En Harvard'

No puedo concluir estas notas sin referirme, brevemente, a la estancia de Rafael Lapesa en Harvard, en el curso 1952-1953. En el anterior habían fallecido en Boston, con pocos meses de diferencia, el poeta Pedro Salinas y el filólogo navarro Amado Alonso, catedrático de Harvard. Lapesa y Alonso eran antiguos amigos, unidos además por comunes intereses lingüísticos y literarios.

Desde su llegada a Harvard en 1946 (tras su destitución en Buenos Aires por la dictadura peronista) había trabajado Amado Alonso en una historia de la pronunciación española, que dejó finalmente incompleta. Más Rafael Lapesa, dando un excepcional ejemplo de fidelidad a su amigo, completó aquel libro.

Gesto que también mostraba la conciencia de la continuidad de la cultura hispánica, tan propia de Rafael Lapesa. "Todo lo sabemos entre todos", el lema de Francisco Giner de los Ríos, ha sido también el de Rafael Lapesa, mostrando así la profundidad

de su ecuanimidad intelectual. Juan Marichal es catedrático de la universidad norteamericana de Harvard.

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