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Eduardo Arroyo abre en Madrid una exposición de reencuentro con su tierra

El artista presenta en la Fundación Santillana una antológica de sus tres últimos años de trabajo

Los tres últimos años de la obra del pintor español Eduardo Arroyo quedaron expuestos ayer en una antológica titulada Madrid-París-Madrid, abierta en la sede madrileña de la Fundación Santillana. La muestra incluye una amplia muestra de pinturas, esculturas, cerámicas, dibujos y collages. Nacido en Madrid en 1937, Arroyo es una de las figuras más representativas de la plástica española y una de las que han cosechado un mayor reconocimiento internacional. Sin embargo, su trayectoria, desarrollada fundamentalmente fuera de España, sólo ha comenzado a verse con regularidad entre nosotros durante la presente década, en un ciclo de reencuentros que concluye con esta exposición. "Esta muestra", dijo ayer, "supone la normalización de mi relación con Madrid".

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Pintura de la memoria sin rencor

Durante el acto de presentación a la prensa celebrado la mañana ayer en la sede de la Fundación Santillana (Méndez Núñez, 17, Madrid), el escritor Jorge Semprún -buen conocedor del trabajo de Arroyo y autor de uno de los textos del catálogo- había definido el momento actual del artista como un período de transición paralelo al giro experimentado por su propia relación con España y cuya huella cobra hoy rastros distintos en la pintura. "Me interesa ahí", añadió Semprún en un terreno más irónico, "el reflejo que da el paso desde la España del Movimiento a la España de la movida"."En esta exposición", dice Eduardo Arroyo, "se completa ya la revisión de mi trabajo hasta el presente, con un último capítulo que deseaba mostrar y que, a mi entender, ha encontrado en las salas de la fundación y en el montaje diseñado por Juan Ariño unas condiciones óptimas. En un plano más personal, eso se corresponde también con la plena normalización en mi integración a la ciudad, aunque se trate de un proceso que no estará definitivamente cerrado hasta que no pueda trabajar realmente en Madrid. Y eso puede verse muy claro en esa serie Madrid-París-Madrid que da título a la muestra; en ella se ilustra el impacto producido por el reencuentro con la ciudad y no encontramos ya connotaciones de exilio ni ningún tipo de reivindicación de lejanía".

Cautela

Sin embargo, esa idea de normalización debe entenderse con cautela en un artista como Eduardo Arroyo, fundamentalmente pasional y rebelde a toda idea de convención. "Es cierto que esa inclinación al desarraigo está muy anclada en mí y que ese deseo de estar y no estar, ese empeño por seguir un rumbo distinto al que los demás creen conveniente, es algo que me acompañará siempre. De ahí la imagen deslabazada que presenta mi trabajo, la dificultad de comprender su coherencia conceptual que se manifiesta, precisamente, en el rechazo de toda gramática, de todo reconocimiento de estilo. Y de ahí, también, mi curiosidad por cosas muy distintas, ese empeño en meterme donde no me llaman que, en cierto modo, es una lucha contra la especialización. Otro rasgo fundamental de mi trabajo, mucho tiempo rechazado por la crítica internacional y los criterios de la vanguardia, ha sido la reivindicación de la anécdota, de ciertas connotaciones literarias que pueden coexistir con la pintura aun cuando ésta sea, en definitiva, la batalla principal. De la confluencia entre ambos impulsos nace mi interés por un determinado tipo de héroes que son paraculturales, que uno no encuentra en la Universidad"."El intelectual que me atrae", dice Arroyo, "es siempre un ser desarraigado, ya sea a través de su lengua, de los avatares de su vida o de la lucha que mantiene por dar una palabra. La obra mal hecha, la anti-obra maestra, tiene para mí un alcance más intenso en su deseo de trabajar sin red".

Una de las series presentadas en la exposición, Noche española, cita directamente a uno de esos héroes, el pintor Francis Picabia, en quien Arroyo ve una antítesis de ese otro gran mito de la modernidad que es Duchamp.

Admirador de Picabia

"Soy un enorme admirador de Francis Picabia y un detractor pasional de Marcel Duchamp, aunque por razones distintas a esa voluntad de matar al padre que los surrealistas me atribuyeron en el último manifiesto que André Breton firmó antes de su muerte. Picabia es para mí el prototipo de una creación sin principio y sin miedo, es decir, suicida. Es algo que Picasso -que es evidentemente más pintor- posee también en ciertas obras. En Picabia es constante esa desesperación, esa obra generosa en la que siempre se niega. Duchamp, al contrario -siendo seguramente más inteligente que Picabia-, es estreñido, racional, avaro y crea ese mito detestable que es el firmar sin trabajar. Algo que agrava con esa traición final en la que permite a Arturo Schwarz una edición múltiple de sus Ready-mades"."Para mí", dice Arroyo, "el ideal se sitúa, de algún modo, en una síntesis entre Picasso y Giacometti, un cruce entre capacidad, esa apuesta desesperada y la conciencia de que no debes perder de vista al cuadro, pues es un enemigo mortal que se vuelve contra tí cuando estás más distraído. Y ciertas cosas de Picasso poseen a mi entender ese equilibrio".

Toda actividad creativa gira en Eduardo Arroyo, como se muestra en sus incursiones recientes, en torno a un reto fundamental que el artista define como "ver si algún día soy capaz de hacer, finalmente, un cuadro tal y como se debe". Su reciente estreno de Bantam en un teatro de Múnich y la polémica que esa puesta en escena ha generado son una prueba de su versatilidad.

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