Nicaragua, estado emergencia y agresion
Con el derrocamiento de la dictadura somocista, hace ya seis años largos, se abrió sobre un país demográficarnente pequeño y económicamente pobre una de las más importantes experiencias históricas de nuestro siglo. Un siglo que, a pesar de las sonrisas con que la sensata madurez que estrenamos acoge cualquier invocación del término revolución se caracteriza por una dilatada serie de revoluciones populares triunfantes desde 1917 hasta 1979.A este proceso, Nicaragua incorpora un proyecto profundamente innovador: se trata de realizar la transformación social a través de las estructuras de una democracia formal, antes inexistente, creada por el propio régimen revolucionario; de avanzar hacia la redistribución de su riqueza desarrollando una economía mixta; de mantener la independencia frente a la política de bloques. La revolución, además, está protagonizada por un movimiento totalmente original, que se acoge a la figura de un héroe de la independencia nacional, y no a un rótulo político homologable dentro de tradiciones internacionales, y, añadiendo un aspecto decisivo, se da en el proceso una participación fundamental de los cristianos.
Piedra de escándalo
Inevitablemente, la historia nicaragúense más reciente se convierte en piedra de escándalo. Rompe los esquemas con que la dinámica revolucionaria de nuestro tiempo había sido encajada y, en cierta forma, estabilizada. En primer lugar, se muestra que el ciclo revolucionario no se encuentra cerrado y se reproduce como en el caso de Cuba-, al margen de las confrontaciones bélicas internacionales solidarias de anteriores revoluciones, en zonas geográficamente próximas al centro de hegemonía mundial. De otra parte, se deshacen y trascienden viejos tópicos, tales como la contraposición entre socialización y libertad o la identificación de la revolución con el ateísmo científico. No asistimos ya al modelo Estado-partido único; la imagen del líder carismático con secuelas de culto a la personalidad tampoco está presente.
La ofensiva militar lanzada por Reagan, el viaje de Wojtyla y las actitudes de monseñor Obando, la actividad de la llamada Coordinadora Democrática, responden a una lógica conjunta, al instinto que capta la peligrosidad insita en el proyecto sandinista. Por una parte, se pretende desle gitimar el componente cristiano de la revolución; por otra, negar que un proceso de profunda transformación social pueda asumir estructuras democráticas de tipo occidental. De un modo más directo, se aspira a deobar bélicamente al actual Gobierno, y si ello no es posible o resulta demasiado costoso -como sería el caso de la invasión con fuerzas norteamericanas-, se trata de sumir al pueblo en condiciones de miseria, de modo que el hundimiento interno se produzca o al menos la vida democrática se haga inviable.
Asistimos a la puesta en marcha de una vieja estrategia, a la continuación de una ya lafga historia. Cuando se denuncia la falta de libertades en los regímenes revolucionarios -denuncia y crítica que, como ya señaló Rosa Luxemburgo, es necesaria especialmente para quien en ellos deposita sus esperanzas- no se suele hacer hincapié, sin embargo, en un hecho básico: el dé que prácticamente todas las revoluciones -no sólo las de nuestro siglo, sino la misma Revolución Francesa- han sido cercadas, acosadas; han visto incluso con frecuencia invadido militarmente el territorio del Estado en que se realizaban. Es un curioso ejercicio de la democracia, en que ésta se autoinvalida cuando alguien pone en cuestión los intereses dominantes. Entonces se puede minar puertos y negar la jurisdicción del Tribunal Internacional de La Haya, financiar mercenarios, organizar el sabotaje y el terrorismo. Luego se orienta la opinión pública para que no pare mientes en la criminalidad de estas acciones, sino en su resultado tristemente triunfante: el libre desarrollo de las posibilidades abiertas por la quiebra revolucionaria, al liberar las energías sociales, ha sido obstaculizado y redirigido hacia una militarización defensiva en que al menos los logros sociales se salven. La profecía que niega la conciliación de socialismo revolucionario y libertad se cumple a sí misma.
En Nicaragua hoy se están poniendo al vivo, como en una situación límite, los grandes problemas de nuestra época, también las mutilaciones e hipocresías vigentes. Volviendo la vista atrás podríamos recordar el caso de Allende. ¿En qué medida el ejercicio de la democracia en las actuales condiciones de hegemonía mundial, de división en bloques, es capaz de ser coherente con sus propios supuestos teórios y aceptar transformaciones que afecten profundamente a los poderes económicos y políticos cuando la mayoría de la población las reclame?.
Poco después de la proclamación del estado de emergencia en Nicaragua se ha declarado el estado de sitio en Argentina. En España palpamos con creciente decepción los límites de una democracia largamente soñada. Pero la reacción ante esta serie de situaciones es muy diversa por parte de los que se autodefinen -¿quién hoy no lo hace?- como demócratas. Y juega decisivamente la importancia del enemigo, así como el carácter del proyecto político en el poder. Es fácil desde España condenar a los militares argentinos, derrotados en la guerra de las Malvinas, no tanto lidiar con los poderes fácticos en nuestro país, y resulta supremamente peligroso enfrentarse con el gran gigante como lo está -aunque no fue ésta su intención originaria- haciendo- el David nicaragüense.
Bello pretexto
La declaración del estado de emergencia en Nicaragua podría brindar un bello pretexto de distanciamiento a todos aquellos para quienes la revolución sandinista, con su desnuda sinceridad, con su arrinconamiento allí don de no caben las ambigüedades y hay que definirse rotundamente, representa un incómodo compañero de viaje en el ejercicio de contradictorios compromisos. Sin embargo, no parece estar medrando mucho esta actitud; la Administración de Reagan ha conducido su estrategia con de masiada torpeza respecto a ante riores usos y se hace difícil identificarse con ella. En muy diversos actos que están teniendo lugar es comprobable el sentimiento de solidaridad y comprensión profunda. Y es que la democracia no puede convertirse en un arma arrojadiza que, desde pretendidas alturas de su ejercicio, se lanza sobro un pueblo acosado. Es una realidad que aún de bemos conquistar, hacer viva en nuestros distintos ámbitos. Hacia este horizonte democrático se levantaron solitarios, hace años, los hombres y mujeres de Nicaragua en ardua marcha. Cuando este caminar atraviesa momentos de dificultad, se hace más necesaria que nunca la solidaria compañía y la denuncia de, la agresión como auténtica, decisiva, responsable de la crisis.
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