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Reportaje:

La crisis económica, el enemigo infiltrado de Israel

Estados Unidos trata de poner en pie un nuevo proceso de paz para Oriente Próximo. La iniciativa, que parte de un entendimiento previo entre Husseín de Jordania y el líder de la OLP, Yasir Arafat, supone un alto el fuego en la dinámica de la tensión. Paradójicamente, nadie en Israel apuesta por esta iniciativa. El Gobierno en bloque se resiste a ser arrastrado a una aventura de final incierto. La opinión pública también le ha dado la espalda. Cerrado el frustrante episodio bélico de Líbano, la atención de gobernantes y gobernados gira hacia adentro, en un duro combate contra la crisis económica. La guerra a la inflación ha desplazado del punto de mira, por el momento, al enemigo árabe. Un enviado especial de EL PAÍS visitó recientemente Israel.

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Nada puede ser tan engañoso en estos momentos para el recién llegado a Israel como la realidad misma y lo que cuentan los medios de comunicación occidentales. Éstos llevan varias semanas informando de las perspectivas de paz para Oriente Próximo; de las conversaciones entre el rey Hussein de Jordania y el presidente egipcio, Hosni Mubarak, para trazar un camino de paz viable; del abrazo entre aquél y Arafat, que restañará viejas heridas y permitió llegar al acuerdo de crear una confederación jordano-palestina; de la disposición de este último a aceptar la resolución 242 de la ONU y, finalmente, de la intensa actividad diplomática norteamericana para, en último término, llegar a sentar a la mesa de negociación a israelíes y palestinos.Todo ello ha contribuido a que se abra paso la idea de que algo estaba cambiando en aquella región del mundo. En Israel, en cambio, no se piensa lo mismo, aunque Hanna Siniora, uno de los palestinos propuestos para formar parte de las conversaciones de paz, subraye que es la primera vez que los árabes aceptan sentarse a la mesa para negociar.

Un país en pie de guerra

La realidad también juega a confundir. La impresión de que se está en un país en pie de guerra puede comenzar muy lejos del lugar en que da la vuelta el Mediterráneo, cuando el visitante pasa a manos de los servicios israelíes que cubren la seguridad de los aviones de El Al: uno está obligado no sólo a contar su vida, sino la de su maleta, episodio que volverá a vivir cuando intente salir del país.La guerra está instalada en la memoria de la gente, con la experiencia de seis enfrentarnientos bélicos; en las calles de las ciudades, llenas de jóvenes que van o vienen de casa o salen a tomar una copa con su fusil al hombro; en los edificios, obligados por ley a albergar un refugio blindado en los sótanos; en los asentamientos que, además de lugar de residencia o de trabajo, son el primer eslabón defensivo, con su perímetro fortificado, y sus refugios; en el territorio todo del país, con instalaciones militares asomando en cada cerro.

Las fronteras de Israel están guardadas por dos vallas sucesivas de alambre de espino, dotadas de sensores electrónicos capaces de alertar sobre el más leve movimiento. En medio queda una franja de terreno minado. Cada atardecer es cuidadosamente peinado, de norte a sur del país, un camino de tierra para que por la mañana el polvo del desierto denuncie la huella de quien hubiera logrado burlar la electrónica, salvar las minas y traspasar las vallas de alambre.

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La guerra afecta a toda la estructura de producción, con los reservistas que, hasta los 55 años, son movilizados durante dos meses. El esfuerzo industrial es en gran medida bélico. Y, sin embargo, la guerra, a pesar del alto coste y acaso ante lo irremediable, parece haber sido asimilada como un hecho cotidiano. Es verdad que, todavía hoy, cuando los israelíes elevan una copa lo hacen brindando por la paz, pero ellos quieren poner el precio a esa paz. Por eso no confían, como en esta ocasión, ni en el mejor de sus aliados.

La opinión pública teme que las conversaciones de la diplomacia norteamericana con la delegación jordano-palestina puedan concluir en el reconocimiento de la OLP por el Gobierno de Washington, sin otro resultado tangible, y de este temor participa el Gobierno, sobre todo el partido Likud. Shamir, ministro de Asuntos Exteriores y futuro jefe de Gobierno el año próximo (en virtud de los acuerdos de su partido con el laborista de Simón Peres), recuerda que el reconocimiento de la OLP sería la violación por el Gobierno de EE UU de un compromiso explícito con Israel: "De acuerdo con las explicaciones de la Administración norteamericana -y no hay razón para no creerles-, su objetivo es llevar a una negociación directa entre Israel, Jordania y palestinos que no sean de la OLP. Sabemos que ése no es el objetivo de los árabes, pero creemos que Estados Unidos no faltará a su palabra", afirma Shamir.

El recelo se extiende hacia la actitud de los países europeos. Ehud Holmert, diputado del Likud, afirma que es explicable el entusiasmo de los países occidentales ante el proceso negociador: "Mientras ellos no se juegan nada, nosotros sabemos que con la paz no caben experirnentos". Pese a la mayor flexibilidad de los laboristas respecto al problema de los territorios ocupados, su partido también participa de los mismos temores que el Likud sobre el proceso negociador. El vicepresidente del Gobierno, Isaac Navon, deja entrever una actitud más receptiva hacia el resultado final de las conversaciones, pero es rotundo al señalar que ni su partido ni el Likud aceptarán negociar con la OLP, "que no ha renunciado a su finalidad de destruir el Estado de Israel. Pese a su moderación aparente, su programa fundamental sigue siendo el mismo". Todo el mundo desea que la OLP cambie, pero la impresión es que nadie tiene prisa pese al alto coste social y económica de mantener al país en pie de guerra.

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