_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Un 'plan Marshall' para América Latina

"Ha llegado la hora de que Estados Unidos prepare y ponga en marcha el equivalente, en estos momentos, de un plan Marshall para Latinoamérica". Ésta es la propuesta del ex secretario de Estado norteamericano, Henry Kissinger, para resolver las relaciones de Estados Unidos con sus vecinos del Sur. Se trata de seguir el ejemplo de las Administraciones estadounidenses hacia Europa tras la II Guerra Mundial, que significó el afianzamiento de los lazos entre Washington y sus aliados europeos.

El más importante acontecimiento de la reciente cumbre de las democracias industriales, celebrada en Bonn, no fue adecuadamente analizada por los gobernantes allí presentes ni recibió la cobertura informativa que merecía. Se trata de la carta firmada por 11 jefes de Gobierno de los principales países de Latinoamérica, en la que se solicitaba ayuda a los reunidos, habida cuenta de que los "graves problemas" de la crisis latinoamericana no pueden ser resueltos únicamente por los naciones que los padecen. La respuesta de las democracias industriales fue protocolaria y evasiva. Se felicitaban, simple mente, por el hecho de que los problemas de la deuda latinoamericana "aunque lejos de estar resueltos, se están tratando con flexibilidad y de forma efectiva". En lenguaje corriente, esto no quería decir más que los países reunidos en Bonn no iban a adoptar ningún tipo de acción de carácter gubernamental. La reiteración, sin em bargo, de consignas familiares no puede cambiar la realidad de los hechos, a saber, que cuando los presidentes de los principales países latinoamericanos hacen oír su voz de forma conjunta y son ignorados, están amenazadas las relaciones políticas a largo plazo en el hemisferio occidental.

¿A qué crisis se están refiriendo estas naciones? Para Estados Unidos y para la mayoría de las democracias industriales, el problema no es otro que el excesivo endeudamiento de estos países de Latinoamérica, que pretende ser resuelto, por parte de las democracias occidentales, mediante métodos financieros tradicionales. Pero para los vecinos del sur de los Estados Unidos, la cuestión representa nada menos que la supervivencia de sus instituciones políticas. La Administración estadounidense se ha félicitado repetidamente por la expansión de Gobiernos democráticos en Latinoamérica. Pero la pregunta clave, a este respecto, es si estas democracias pueden sobrevivir frente al dramático deterioro del nivel de vida que les es impuesto, y si la falta de esperanza de salir de esta situación no podría generar un populismo que rechace tanto la libre empresa como las relaciones de cooperación del hemisferio occidental, y esto incluso an tes de que las tendencias del mercado, sobre las que se basa una teoría económica ortodoxa, pueda ofrecer las inversiones ne cesarias para el desarrollo. Una vez que el proceso de radicalización haya comenzado, es más probable que incluso una política constructiva estadounidense lo acelere que el que se produzca el proceso contrario.

Si Estados Unidos espera de masiado tiempo, se dará. cuenta de lo peligroso que resulta fijar la atención tan sólo en las presiones populistas o contrarias al libre mercado. Si esto llegase a ocurrir, los Estados Unidos se encontra rían en una situación política de fensiva en su propio ámbito geo gráfico y, ciertamente, su presencia en el resto del mundo entraría en declive, al igual que su capacidad para concebir una política global creativa.

No es por casualidad que Fidel Castro se haya referido recientemente a la crisis provocada por la deuda latinoamericana en lo que, para él, son términos relativamen te moderados. Fidel Castro contempla este problema como una oportunidad para erigirse en el portavoz de un agravio compartido. Ser el paladín de la causa de los países latinoamericanos endeudados permite a Castro, al mismo tiempo, conseguir una respetabilidad en la zona y proseguir su tarea revolucionaria minando las relaciones entre Estados Unidos y sus vecinos del sur.

Ignorar o trivializar el llamamiento de los presidentes latinoamericanos es, por tanto, extremadamente peligroso. En Brasil y Argentina, tan sólo el pago de los intereses acumulados es probable que represente al menos el 45% de los ingresos obtenidos de las exportaciones; en cuanto a México esta cifra se sitúa justo por debajo del 40%. Esto nos conduce al resultado paradójico de que la conversión de países en vías de desarrollo en países desesperados y sin salida pasa por las inversiones que realizan los exportadores de capital.

No discuto la validez que, en términos financieros, pueda tener este análisis. Lo que pongo en cuestión es su prudencia y viabilidad políticas. Los Gobiernos latinoamericanos, en su mayoría, han respondido a la crisis con valentía y resolución: un buen ejemplo de esto lo constituye el drástico programa de reformas recientemente anunciado por el presidente argentino, Raúl Alfonsín. Pero no son los bancos ni las entidades financieras internacionales los que, fundamentalmente, han originado el fracaso de las negociaciones sobre la deuda latinoamericana. Tales instituciones han llegado al límite de lo que, con sus condicionantes particulares, organismos financieros de este tipo pueden aceptar, o de lo que las propias normas de las entidades internacionales pueden permitir. El presidente del Banco de la Reserva Federal Estadounidense, Paul Volcker, ha luchado heroicamente y desde una posición de cuasisoledad con estas cuestiones en el seno de los organismos dependientes de las Naciones Unidas. Pero las instituciones internacionales no pueden llenar el vacío creado por la inactividad de los Gobiernos occidentales, que pretenden mantenerse aparte de un proceso que puede afectar crucialmente a la estabilidad política del hemisferio occidental.

¿Qué habría ocurrido, a finales de los años cuarenta, si América hubiera adoptado frente a Europa la línea de actuación que ahora pretende seguir con respecto a América. Latina? ¿Qué habría ocurrido si George Marshall hubiera pretendido que la solución para salir de la crisis económica en aquellos momentos era que Europa produjese más de lo que consumía, que importase más de lo que exportaba, que se recortasen los prestaciones sociales y que todo el crecimiento fuese generado gracias a los recursos propios de cada país?.

Las acciones emprendidas por Estados Unidos en aquella ocasión delimitan con claridad el marco de actuación: para preservar la democracia en Europa occi dental, para vencer la desesperanza y ofrecer una salida, Estados Unidos llevó adelante el plan Marshall.

Esta prudente y perspicaz medida no fue un medio de escapar a la realización de las reformas precisas ni de obviar la responsabilidad a la hora de tomar decisiones difíciles. El plan pudo ofrecer la esperanza, y los medios, sin la que las dificultades pueden llegar a convertirse en desintegradoras a nivel político y en insostenibles desde una perspectiva moral. Así, se creó un entramado político que ha servido de base para las relaciones atlánticas desde hace 40 años.

Crear unas nuevas relaciones políticas

Con respecto a Latinoamérica, muy diferente es la actitud actual de Estados Unidos y del resto de las democracias industriales. Las cuestiones que son cruciales, de vida o muerte, para Gobiernos democráticos recientes son manejadas por banqueros y funcionarios internacionales, quienes, por muy perspicaces que sean, nunca tienen la suficiente autoridad ni la experiencia bastante como para diseñar relaciones de carácter político.

Y es, precisamente, la construcción de un nuevo esquema de relaciones políticas la necesidad prioritaria en este momento. Brasil, que está en trance de salir de una dictadura militar, tiene previsto celebrar elecciones legislativas dentro de 15 meses, así como las primeras elecciones presidenciales directas en un plazo algo superior a tres años. El centro político brasileño se encuentra dividido tras la trágica muerte del presidente electo, Tancredo Neves, el primer presidente civil en 20 años. En este período de dificultades, Brasil debe recibir un mensaje político, amistoso y esperanzado, por parte de su poderoso vecino del norte.

La aún reciente democracia argentina se encuentra en una posición comparable. El Gobierno recibe presiones tanto de los militares, recientemente apartados del poder, como de los peronistas con su récord de libertinaje, basado en empresas públicas y en una actitud antiestadounidense latente.

Y, mientras las instituciones mexicanas están mucho más firmemente asentadas, el país se resiente de las consecuencias del rápido crecimiento demográfico, la caída en los precios de los crudos y el proceso de transformación de una sociedad agrícola en otra de corte industrial.

Es preciso realizar, por supuesto, importantes reajustes económicos, y la mayoría de los Gobiernos latinoamericanos así lo reconocen. Pero, en definitiva, los sacrificios, para realizarlos, han de apoyarse en la esperanza, en una perspectiva clara de mejorar. El diálogo de Latinoamérica con los países acreedores, especialmente con Estados Unidos, debe ir más allá del mero recuento del pago de los intereses de la deuda y llegar al crecimiento económico y al desarrollo.

A ningún país en vías de desarrollo, incluido Estados Unidos en un momento anterior y comparable de su historia, se le ha exigido a la vez que inicie su desarrollo con el esfuerzo de su propio ahorro y que, a la vez, exporte capital. Sin un programa para el desarrollo del hemisferio occidental, no sólo se producirá, más tarde o más temprano, el colapso de la estructura deudora, sino que las instituciones latinoamericanas y la cooperación política en el seno del hemisferio occidental se verán enfrentados a graves riesgos.

Estas son las razones por las que Estados Unidos debe proponer actualmente el equivalente filosófico contemporáneo del "plan Marshall", que constituya un programa para el desarrollo del hemisferio occidental, capaz de aunar a los tres principales factores de esta crisis en una postura común: el Gobierno de Estados Unidos y, confio, los de otras democracias industriales, las instituciones financieras y los Gobiernos deudores.

Tres propuestas para una solución

En concreto, mis propuestas son: 1) Estados Unidos y otras democracias industriales deberían establecer un organismo para el desarrollo del hemisferio occidental, abierto a los países acreedores y deudores de Latinoamérica, con un plazo de tiempo fijado para las tareas a realizar, de cinco a siete años, por ejemplo. Para reducir el impacto presupuestario que repre sentaría la creación de este organismo, la financiación del mismo podría llevarse a cabo gracias al crédito de las democracias indus triales para conseguir fondos en los mercados internacionales de capitales, de forma que un dólar de capital suscrito pudiera, de hecho, servir de aval para la consecución de más dólares para nuevos créditos. De esta forma, se prestaría, no se daría gratuitamente, una herramienta a aquellos países en vías de desarrollo que participasen en el programa. Para impedir que el coste de los nuevos in tereses incrementase excesivamente el volumen de la deuda, los fondos se prestarían a un tipo de interés bajo y fijo. Cualquier diferencia que se produjese entre el coste del plan de préstamos y este tipo de interés se añadiría al principal y sería reembolsado mediante un nuevo plan de pagos.

2) Los países deudores deberían tener la oportunidad de participar, país a país, con condiciones adecuadas a sus circunstancias específicas. El incentivo, en este caso, será el darse cuenta de que ésta puede ser su última y, ciertamente, mejor oportunidad para conseguir el objetivo de un crecimiento autónomo. La mayoría de las reformas que ahora exige el Fondo Monetario Internacional son, en realidad, esenciales para conseguir la recuperación económica. La dificultad estriba en que el tiempo que se concede para la realización de estas reformas es demasiado corto como para permitir la edificación de la infraestructura requerida para llevarlas a cabo. Tales programas de reforma obligan a que economías altamente dependientes de los préstamos exteriores y de las importaciones se ajusten, en un plazo de meses, a inferiores niveles de dependencia en los dos

Copyright Los Angeles Times Ltd. 1985.

Un 'plan Marshall' para América Latina

sentidos. El choque que se produce por esta circunstancia se traduce en recesión, convulsiones políticas y amenazas para unas relaciones constructivas a largo plazo entre los países industrializados y los países deudores.3)También deben ofrecer su contribución los países acreedores. Las instituciones acreedoras, a cambio de que se les garantice el marco que haga posible el pago real y a largo plazo de la deuda, deberían ponerse de acuerdo en un tope con respecto a los intereses, que incluya el precio que se exija para los pagos renegociados. El tipo preferente de interés podría ser establecido de acuerdo con la tasa de inflación más la tasa de los intereses históricos reales que, durante un siglo más o menos, ha oscilado en torno a un 3%. Según el plan de préstamos para el desarrollo del hemisferio occidental, el país deudor debería hacerse cargo de pagar la diferencia entre esa cifra y los tipos de interés actuales, cuya tasa está en disminución en cualquier caso, en divisa local. Como alternativa, esto podría añadirse al principal pendiente de pago.

El objetivo último del plan propuesto consiste en restaurar la vitalidad de la economía internacional, con el fin de fomentar las relaciones políticas en el seno del hemisferio occidental y con la esperanza de que todo esto sirva para reforzar las instituciones democráticas. El éxito final debería servir para nutrir a una generación de líderes de las democracias industrializadas y de los países en vías de desarrollo con la experiencia de haber trabajado juntos, con amplios objetivos y con un espíritu de cooperación.

Es fácil imaginar la sonrisa desdeñosa de los expertos en finanzas internacionales o de aquellos de nuestros políticos que no dejan de proclamar la imposibilidad de llevar a cabo tal proyecto en un momento en que lo que se pretende es la reducción del déficit y de las prestaciones sociales. Sin embargo, los estudiosos de la historia replicarán que no podemos permitirnos el no intentarlo. El coste económico a largo plazo de mercados controlados o cerrados en Brasil, Argentina, México y Venezuela excedería con mucho los costes del programa aquí propuesto. Por otra parte, el coste político sería inconmensurable.

Al igual que no puede esperarse que haya una paz duradera si las relaciones Este-Oeste se reducen tan sólo a conversaciones sobre armamento nuclear, tampoco puede haber una esperanza para la cooperación Norte-Sur, si las discusiones se limitan a periódicas reuniones para solucionar cada crisis que se produzca por atrasos en el pago de los intereses correspondientes. La verdadera prueba de vitalidad de una política exterior consiste en saber si ésta puede dar lugar, como un acto voluntario de creación, a lo que, de otro modo, se impondría por medio de crisis y caos. Y la necesidad más apremiante, en lo que se refiere a las relaciones entre las democracias industriales y las naciones deudoras, especialmente entre los Estados Unidos y Latinoamérica, es restaurar la esperanza para las nuevas y, a menudo, frágiles democracias del sur.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_