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Tribuna:La nueva ley llega al Pleno del CongresoTRIBUNA LIBRE
Tribuna
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La ley del Patrimonio, medio siglo después

Javier Solana

Parece algo más que una casualidad la coincidencia entre los proyectos de transformación de la sociedad española y la preocupación de nuestros legisladores por la protección del patrimonio cultural. Puede hablarse, en efecto, de una constante histórica: los intentos de modernización del Estado han venido acompañados en nuestro país de la defensa de los bienes culturales históricos.Así sucedió durante el período ilustrado de la segunda mitad del siglo XVIII. La defensa del patrimonio, que hasta entonces se había identificado con el mecenazgo artístico de la Corona y que había sido uno de los rasgos más notorios de ésta, fue por primera vez regularizado mediante un cierto armazón institucional.

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El segundo momento histórico se dio en la II República. La depredación que sufrieron los bienes patrimoniales a lo largo del siglo XIX (léase, por ejemplo, a Larra) tuvo bastante que ver con el debilitamiento general de las medidas protectoras y de fomento. Hubo que esperar a la formidable convergencia de energías intelectuales y aspiraciones democráticas de la II República para que el ministro socialista de Instrucción Pública y Bellas Artes, Fernando de los Ríos, llevase al Parlamento un proyecto de ley, que fue aprobado el 13 de mayo de 1933. Pero este texto legal, basado en el reconocimiento del derecho de la colectividad al disfrute de las obras artísticas, así como en el carácter inalienable de tales obras, iba a quedar desvirtuado por la posterior maraña de disposiciones y, sobre todo, por la práctica abusiva.

Ahora vivimos el tercer momento, y así se confirma, una vez más, esta relación entre un proyecto político renovador y la atención al legado esencial de la historia española.

En efecto, el Gobierno socialista se ha propuesto la tarea de dotar a dicho legado de un código normativo adaptado a las necesidades actuales. Éste es el sentido del proyecto de ley del Patrimonio Histórico Español que, enriquecido por los grupos parlamentarios, se somete a la aprobación de las Cortes Generales.

En virtud de la fidelidad a las exigencias históricas de la cultura se explica que seamos los socialistas quienes modifiquemos y renovemos la obra legislativa de la que nuestros predecesores políticos fueron autores hace más de medio siglo. Y ello por varios motivos: el cumplimiento de mandatos constitucionales, la adaptación al derecho internacional vigente en la materia, la incorporación de nuevos bienes culturales a nuestro patrimonio histórico y la formulación de nuevas técnicas de protección y fomento.

El actual proyecto de ley vincula los usos de bienes culturales y las medidas necesarias para su defensa y acrecentamiento. Y considera que la conversión de dichos bienes en patrimoniales es inseparable del hecho de que la propia comunidad nacional, con su aprecio, los haya revalorizado a lo largo de la historia. Es decir, haya producido una plusvalía cultural.

A este modo de entender el patrimonio histórico responde el concepto de "bien de interés cultural", clave en el texto legal. El interés cultural de un bien se define por su utilidad pública y deriva de la importancia que este bien posee como testimonio histórico; esto es, como objeto de la estima y el disfrute comunitarios. En consecuencia, lo distintivo de esta clase de bienes no es su propiedad, que la ley no cuestiona en principio, sino la utilización del bien. Lo primordial es la función que éste debe cumplir, su uso social. La titularidad sólo podrá cuestionarse en el caso de que el uso no sea el adecuado al interés cultural.

Esta concepción, ciertamente progresiva y moderna, viene a considerar al propietario de tales bienes, en parte, como titular de los mismos; en parte, como su custodio. Es, en el fondo, una cuestión de "propiedad dividida": una cosa es el bien como soporte físico y otra como testimonio que se debe a la utilidad cultural pública. En el primer aspecto, la propiedad resulta indiscutible; en el segundo, la dimensión colectiva exige que el Estado (para quien el servicio de la cultura es "deber y atribución esencial", según el artículo 149.2 de nuestra Constitución) haga efectiva aquella titularidad pública. Una política coherente con este criterio hará, sin duda, que ambos aspectos sean, en general, compatibles, y para aquellos casos singulares en los que esto no ocurra, la ley establece los mecanismos que salvan y hacen prevalecer el interés de la comunidad.

Pero la defensa del patrimonio histórico no puede basarse solamente en normas restrictivas y en medidas sancionadoras, sino en una política que estimule a los ciudadanos de tal modo que cada uno de ellos se considere usuario responsable de lo que le corresponde o pertenece. Es decir, se trata de implicar positivamente a los ciudadanos en la defensa activa de los bienes culturales.

Así, el proyecto de ley ofrece un conjunto de beneficios fiscales y crediticios en compensación a las cargas y limitaciones que se imponen a los titulares de bienes del patrimonio histórico y en atención al objetivo de procurar su incremento. Formula, además, el importante mandato de destinar un porcentaje de los presupuestos de las obras públicas financiadas por el Estado a los trabajos de conservación o enriquecimiento de dicho patrimonio.

Estas medidas incidirán también en los creadores y artistas vivos, al liberar al mercado de trabas e impuestos que gravaban espectacularmente en España la transmisión de obras de arte y que repercutían negativamente en los propios autores. Existen, por tanto, buenos motivos para alimentar la esperanza de que estos mecanismos, junto a los ya incluidos en la ley presupuestaria en relación al impuesto de lujo sobre el comercio de obras de arte, permitan un enriquecimiento de nuestro patrimonio con obras contemporáneas hasta ahora no atendidas en el grado que corresponde a su innegable y reconocida calidad.

Garantizada la libertad de creación, parece claro que el Estado no puede inhibirse del proceso de protección y fomento de los bienes patrimoniales. Es preciso reconocer que al poder público corresponde una función civilizadora, como es la de aplicar los instrumentos necesarios para la defensa y el desarrollo de los bienes culturales. En tal sentido, no negamos que nuestra política en tales materias sea intervencionista, pues, como demuestra la experiencia histórica de los pueblos que hoy pueden considerarse libres, tal actitud ha sido la mejor garantía de su libertad. Como tampoco negamos que en este punto seamos conservadores, mientras los conservadores políticos parece que se han distinguido históricamente por serlo en todo, menos en este campo. Por otra parte, ha de tenerse en cuenta que la presencia de España en el mundo, cuya afirmación es otra tarea irrenunciable del Estado, debe ser, en primer término, una presencia cultural, habida cuenta la impresionante magnitud de nuestro patrimonio histórico. Si éste es motivo de orgullo colectivo, implica también ingentes responsabilidades públicas.

La nueva ley expresa, pues, un compromiso del Estado. El Estado tiene que asumir esas responsabilidades públicas desde una concepción moderna, democrática y progresiva. Así, la conservación, el acrecentamiento y la función social del patrimonio son objetivos que no es posible satisfacer por separado. Al contrario, el cumplimiento simultáneo de todos ellos es el tributo que debemos a aquellos españoles que contribuyeron y contribuyen a la creación de una cultura universal.

Javier Solana es ministro de Cultura.

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